Panografía: El Partenón (foto: Deve82) Usos y abusos El uso de la palabra “democracia” para designar a nuestro régimen juancarlista de partidos por parte de los diferentes sectores ideológicos obedece a distintas causas, cuyo denominador común, en tanto que se arriman a un partido pseudopolítico, es la conservación del privilegio de ser los agentes únicos del Estado, pero cuyo origen concreto en cada caso es útil desentrañar. Los partidos de la izquierda utilizan el término casi invariablemente de un modo demagógico, porque inciden en su sentido social o político según convenga a la ocasión. Creen ostentar el monopolio de lo democrático, del mismo modo que durante la II República creyeron ser los únicos verdaderos republicanos, sin que ello les impidiera antes colaborar con la dictadura de Primo y después destruir sus frágiles principios. Hoy, caída la URSS, el mensaje ha pasado a ser más light: buenas intenciones para todos y deseo de una paz difusa, permanentemente aplazada. El liberalismo, por su parte, ve en nuestra actual “democracia” la única manera de conservar derechos civiles elementales, temeroso aún de que una u otra revolución –sin distinguir entre tipos y metas– venga a dar al traste con ellas. Pero está rematadamente equivocado cuando piensa que las instituciones de la partidocracia bastan para preservarla. Su acrítica invocación al “espíritu de la Transición”, un espectro que cuanto más se mira de cerca más anti-democrático (en sentido político) se nos muestra, confirma su confusión. Por último, el autoritarismo clásico de la derecha no ha tenido más remedio que adecuarse a los tiempos y llamarse “democrático” para evitar el epíteto de “fascista”, aunque se sigan sintiendo cómodos bajo un solo mando central. La partidocracia los cobija: no es de esperar que en una democracia sus números sean muy grandes.   En ningún caso hay, ni por asomo, verdadera democracia. Ésta, para serlo, debe partir de la sociedad civil, la cual debe formar una sociedad política capaz de domesticar a la bestia del Estado. Pero para llevar a cabo esta operación –que se dice pronto– habrá de alejarse de todo motivo ideológico o parcial: el resultado debe ser la garantía institucional del control del poder y de que las minorías puedan investigar a las mayorías. Para alcanzar este punto debemos persistir en llamar al pan, pan y al vino, vino, y en dejar constancia del servilismo que acucia a quienes, sin más, designan al actual régimen como “democrático”.

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