Ante la evidencia de que Europa no constituye una unidad política, los intelectuales europeos no cesan en el empeño compensador de definirla como unidad cultural y económica, por medio de algún rasgo de civilización o de mercado que la diferencie del resto del mundo. Tarea llamada al fracaso por la sencilla razón de que todo lo que ha sido genuino en la historia de los países europeos (cristianismo, colonialismo, humanismo, ciencia, técnica, razón de Estado, estética, nacionalismo, industrialización, liberalismo, lucha de clases, partidos de oposición, parlamentarismo, imperialismo, dumping, etc.) se ha universalizado.
La Constitución de la UE se suma a ese inútil empeño, eligiendo como lema de Europa una de las vacuas teorías que han tratado de definirla. «Unidos en la diversidad». La «universitas» no sólo es y sigue siendo característica general de las entidades estatales y culturas nacionales engendradas en el continente europeo, sino que también es denominador común de las comunidades espirituales y unidades soberanas que la historia ha producido en los demás continentes. Lo específico de Europa, la uniformidad sin diversidad, ha sido el totalitarismo.
Toda síntesis cultural es, por definición, un proceso de integración universitaria. Sin superación de lo diverso en un todo unitario no hay «universitas». La consigna «unidos en la diversidad» conviene más a Australia que a Europa. Pues siendo ésta diversa, nunca estuvo unida. ¿EE UU y Rusia no son uniones en la diversidad? ¿Y la India o Brasil? ¿En qué es diferente la europea? ¿Acaso no ha sido sacrificada aquí la unidad en la divinización de la diversidad nacional?
La consigna «unidos en la diversidad» podría ser válida como propósito político, si el texto normativo de la Constitución europea no lo contradijera o anulara, con los derechos de veto individual a las decisiones mayoritarias en cuestiones decisivas para la definición de la personalidad política y social de Europa. ¿Cómo se puede hablar de unidad donde cada miembro estatal tiene el derecho constitucional de evitarla? No es la unidad de cultura ni de civilización, sino de soberanía, lo que define a los Estados Unidos de América. Si su cultura es, en lo esencial, europea, su particular modo de vida convencional se impone a este lado del Atlántico a través de la unificación del consumo, la moda y el arte. Europa se americaniza incluso en el peor aspecto de la política. La democracia que allí se degenera con lo políticamente correcto, aquí la hizo extraña el parlamentarismo y la hace innecesaria el consenso.
Entre todas las teorías de la «unidiversidad» europea, sólo alcanzó un cierto grado de decoro intelectual la del «equilibrio de tensiones». El federalista Denis de Rougemont la distanció de la vaguedad europeísta, dándole un contenido antropológico. En lugar de centrarse en las tensiones nacionalistas que enervaron la noción misma de equilibrio internacional, reflexionó sobre las contradicciones que habían formado la conciencia intelectual y moral del hombre europeo. Su teoría no se refiere, pues, a los precarios equilibrios impuestos por las naciones vencedoras para evitar guerras futuras, como en la Europa de Viena o de Versalles. Aquellas ilusiones se desvanecieron con la guerra franco-prusiana y la segunda guerra mundial. El único equilibrio de tensiones internacionales de poder que ha durado, el del terror nuclear (guerra fría), no fue creación europea.
La consigna «unidos en la diversidad» carece de valor descriptivo de lo que es realmente la UE y de valor normativo de lo que debería ser: una entidad política de carácter soberano e independiente. Falsa como definición cultural de Europa, vacía de imperativo político, vulgar como propaganda de unión económica y administrativa, esa consigna se ajusta como un guante al manual de los eurócratas. Altos funcionarios europeos a las órdenes de gobiernos nacionales.
*Publicado en el diario La Razón el lunes 21 de julio de 2003.