Sería cosa tan ardua como ficticia el establecer unas bases sobre las que calcular algo así como el coste de oportunidad de las decisiones de economía política adoptadas desde el comienzo de la partitocracia. Es más sencillo fijarse en un dato demoledor: el crecimiento neto de la población española se redujo a más de la mitad durante el período 1981-2005, un 16,87%; frente al 34,23% que había jalonado el largo lapso 1950-1981. Es un hecho que la actual Monarquía ha traído consigo una preocupante caída de la natalidad. Y no olvidemos que el primigenio significado de nación es un mismo lugar de nacimiento. Existe una relación inexcusable entre los recursos disponibles y las formas de vida, resultando éstas últimas las que han de adaptarse a los primeros. En el caso español no hay ninguna duda, pues la tasa de natalidad por cada mil habitantes cayó más de cuatro puntos en los primeros cinco años de la Monarquía —de 18,76‰ en 1976 a 14,12‰ en 1981, descendiendo en una serie continuada al 11,39‰ (1986), 10,17‰ (1991) y 9,19‰ (1996)—, un tiempo tan breve que excluye cualquier cambio cultural, y registra, únicamente, las dificultades de las economías domésticas para fundar un hogar y criar hijos en la recién estrenada oligarquía de los banqueros constructores, inicialmente concentrados en hacer abrirse el Mar Rojo y lograr alcanzar la tierra prometida de la CEE donde fundar su idílico país de turismo y servicios. Desde entonces, los españolitos que compraban una vivienda estaban endeudándose pagando, además de su piso o chalé, las corruptelas políticas con terrenos, adjudicaciones y licencias, y las especulaciones urbanísticas de un mercado cerrado y falseado por tener que financiar los negocios en una serie de actividades aledañas a la construcción, que vinieron a sustituir el desvencijado sector industrial. Eliminando los intereses hipotecarios, si calculamos el tiempo que se necesitaría emplear íntegramente el salario mínimo interprofesional para abonar el precio medio de la vivienda en España, pasaríamos de los 12 años y 2 meses, en 1985, a los 21 años y 9 meses en 1995, llegando hasta la terrorífica marca de 42 años y 5 meses en el año 2006 (todos los datos extraídos del INE y del Banco de España). La siguiente generación no ha hecho sino interiorizar las dificultades de sus padres y/o hermanos mayores respecto de la fórmula familiar de vida. Y los jóvenes han decidido finalmente elegir no hacer lo que ya no pueden, en vez de amotinarse con inteligencia buscando una verdad que, aunque se les oculte, deberían intuir y revelar; mas han terminado por sucumbir a la nueva moda cultural, síntesis de la hegemónica propaganda estatal y la comunicación social, que han asimilado desde la mismísima educación primaria bajo la superestructura de la posmodernidad, imposibilitadora de cualquier conocimiento científico de las relaciones humanas y en cambio liberadora de la pasión sexual, hedonista y consumista que tanto conviene a los poderosos.