Los partidos políticos de Estado españoles se acusan recíprocamente de golpe de estado utilizando la justicia como arma arrojadiza. Sin embargo, y precisamente por esa naturaleza estatal de la clase política, es el propio Estado el que golpea permanentemente a la nación.
Miente el Gobierno cuando habla de inédito recurso a un tribunal político que también quiere controlar con los suyos, confundiendo, o queriendo confundir, deliberadamente el concepto de separación de poderes políticos (legislativo y ejecutivo) con el de independencia judicial. Ni una ni otra han existido nunca en España. Lo que realmente es inédito es que se pretendan modificar las leyes orgánicas del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional a través de una enmienda a otra reforma legal.
Y miente también la oposición erigiéndose en defensora de los gobernados y de la legalidad cuando, pretendiendo mantener su preponderancia en los órganos a los que afecta la reforma, basa su amparo en el derecho personal del diputado a intervenir con plenitud en un debate sin representar más que al partido que lo insertó en la correspondiente lista.
Si todos los Estados lo son de derecho por tener un corpus jurídico propio que se cumple imperativamente, limitando así la función policial (Von Mohl), España está a un tris de dejar de serlo. Ni se cumplen sus propias normas sobre renovación de órganos pseudoconstitucionales ni se respeta la autoridadde esos mismos órganos por la bancada gobernante. Es lo que tiene carecer de auténtica constitución que separe los poderes del Estado y de la nación en origen y que establezca el principio representativo del gobernado.
La existencia de una Justicia separada en origen tanto orgánica como económicamente del legislativo y del ejecutivo es la única forma de garantizar su independencia, impidiendo la natural tendencia a la concentración de los poderes y facultades del estado. Pero aún más, sin tal separación en origen los juzgados y tribunales no sólo se verán agredidos en el normal desempeño de su labor por la acción directa del parlamento y del Gobierno, sino de la clase política en general a través de los medios de comunicación o actuación de plataformas amparadas o subvencionadas por la misma.
Llegando al extremo, esa separación en origen reduce a la insignificancia las puntuales injerencias demagógicas del electorado que elige a sus legisladores y gobernantes, al constituirse el órgano de gobierno de los jueces por un cuerpo electoral separado conformado por todos los operadores jurídicos. Una república de leyes (John Adams) por oposición al gobierno de la demagogia por encima de éstas.
Sin esa separación de poderes en origen no existe constitución por mucho que formalmente así se nombre a una norma consensuada entre distintas corrientes políticas. Y sin constitución resulta absurdo hablar de Tribunal Constitucional (TC) alguno que defina la legalidad de la norma en última instancia. Tan siquiera puede hablarse de debilidad institucional pues la existencia de institución presupone una atribución estatal de permanencia inviolable para el ejercicio de la función ajena a cambalaches o sinecuras de conveniencia política, no debiendo extrañar el cuestionamiento partidista de la legitimidad del órgano por la permanencia prorrogada de sus miembros ante la falta del anhelado consenso.
Que nadie se engañe: las presiones al TC para influir en el sentido de sus resoluciones existirán siempre por la propia inconsistencia de su ser. Y se ejercerán invariablemente por quien presiona porque sabe de su capacidad de influencia. Es lo que tiene configurar un filtro último de legalidad conformado en su composición por criterios de reparto político. Pretender que se resuelva conforme a derecho, cuando nunca ha sido ésa la intención del constituyente, es de una necedad insondable.
En pura lógica, la legitimidad de las decisiones del TC se hace depender no de la autorictas estatal de una institución del Estado, sino del criterio de idoneidad de quienes hayan de decidir conforme a las instrucciones dadas por quien determinó su elección y atribución de la potestad para resolver. Recusar a sus miembros es absurdo cuando tal repulsión no puede ser sino sobre la propia institución, ontológicamente perversa.