La guerra mundial había terminado. Apenas quedaba una familia europea que no llorara a sus muertos ni una gran ciudad que se identificara en sus escombros. Nunca había existido en Europa una mayor igualdad en miseria material y desolación moral. La destrucción había nivelado a ras de suelo los restos reconocibles de la civilización europea.
Ningún pueblo podía afrontar por sí sólo la reconstrucción económica y, mucho menos, la regeneración del sistema político interior y la noción de equilibrio exterior que habían provocado dos tragedias mundiales en una misma generación. Algo extraordinario, algo que antes no se hubiera hecho, se hizo necesario. Dominando las urgencias de las reparaciones, una sola voz dirigida a los poderes públicos resonó, como en 1918, en todos los hogares de Europa: ¡haced lo que sea para que esto jamás se repita!
Ese «lo que sea» restauró la misma clase política irresponsable que creó en Versalles las causas de la guerra y en Munich la claudicación ante Hitler. Ese algo extraordinario comenzó con la restauración del sistema parlamentario de la III República (nombrada IV), cuya imprevisión y debilidad había metido a Francia en dos guerras mundiales. Lo que motivó la dimisión del general De Gaulle en enero de 1946. Ese «lo que sea» restauró, ante Stalin, la táctica contemplativa seguida ante Hitler, hasta que se produjo el golpe de Praga en 1948, con la dimisión del presidente Benes. Lo que motivó la creación de la OTAN y la guerra fría. Ese «lo que sea» terminó el 8 de mayo de 1949 con la restauración, en Bonn, del Estado de partidos de la República de Weimar, cuyo sistema electoral de listas dio el triunfo al partido nazi.
Los grandes errores no provienen de la ignorancia. Entre la dimisión de De Gaulle y la Constitución de Bonn, durante el trienio negro que determinó la desunión de Europa, toda la clase dirigente sabía que ese algo extraordinario se concretaba en la necesidad de crear la unión federal de los Estados europeos. El discurso de Churchill en Zurich (1946) y el Congreso de La Haya (1948) marcaron el movimiento por la unidad supranacional y la independencia de Europa, que el Gobierno británico primero, y el Parlamento francés años después, tuvieron el honor nacionalista de liquidar. Ante aquel entusiasmo federal, hoy se puede certificar lo que ningún historiador dice y yo afirmo. La Guerra Fría no era una necesidad histórica. Stalin no habría dado el golpe de Praga contra un pilar de unión europea. La alternativa de la OTAN dividió en dos a Europa.
Para comprobar la exactitud realista de mi tesis basta leer la confesión de Spaak, secretario general de la OTAN, en su conferencia de Ginebra tras la aprobación del Mercado Común. «Al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial ¬hablo con una sinceridad completa, nada tengo que ocultar¬, la idea europea no resucitó no porque no estuviera viva, sino porque no resucitándola las potencias de Occidente, las potencias europeas trataban de mantener intacta la alianza política con la URSS durante la guerra. Inmediatamente después de ella, las potencias occidentales construyeron su política sobre dos pilares: mantener la alianza con la URSS y basarse sobre la ONU. Esa política, en mi opinión, ha fracasado».
Esto es, pues, lo que confiesa. 1. Después de la guerra la idea de unir a Europa en una federación estaba viva, era posible. 2. No se hizo para no malhumorar al amigo-aliado Stalin, que lo habría tomado como un acto de hostilidad. 3. El veto de la URSS en la ONU impediría resolver un conflicto en los países del Este, en el caso de que intentaran federarse con los Estados Unidos de Europa. 4. El fracaso de esta estrategia, evidenciado en Praga, hizo necesaria la creación de la OTAN. 5. Implícitamente, otra estrategia de firmeza ante Stalin no habría fracasado. 6. La unidad política de Europa fue sacrificada por Truman y Attlee, en el altar de la alianza con Stalin.
*Publicado en el diario La Razón el jueves 3 de julio de 2003.