Trato de favores Manuel Chaves proclama que nunca ha favorecido a ningún familiar suyo ni le ha dado trato de favor a empresa alguna, haya trabajado o no su hijo en ella, pero este atribulado padre de familia confiesa que sus vástagos ya son mayores de edad y no puede decirles dónde deben trabajar ni en qué entramados de intermediación participar. El ex presidente de la Junta de Andalucía asegura que no ve el tráfico de influencias por ninguna parte y que si alguien considera que su hijo Iván se ha enriquecido utilizando el apellido de su padre, “tiene que ir a la Justicia y probarlo”. Es muy difícil de regular, por la borrosidad de sus fronteras entre lo ilícito y lo amable, el tráfico de influencias. Pero, si no hay precedentes normativos sobre una materia apremiante de regulación, todo el mundo sabe que el legislador se inspira en los criterios seguidos para normalizar la actividad más parecida. Se trata, pues, de buscar, entre todos los asuntos equívocos, el antecedente social cuya regulación haya resuelto mejor los aspectos encontrados en el tráfico de influencias. De un lado, salvar el placer de los favores, retribuidos o no, y la utilidad pública de que el cuerpo social y el cuerpo político entretengan frecuentaciones. De otro lado, prohibir que este tráfico, ilícito por su propia naturaleza, pueda realizarse fuera de cauces reglamentarios y controlados. Esta contradicción está bien resuelta en un tipo de tráfico humano que guarda con el de influencias una relación, más que de analogía, de asombrosa similitud. El oficio infamante. Lo que no puede impedirse tiene que vivir. Lo único que se debe procurar entonces es que viva de la manera menos nociva, o más útil a la sociedad, es decir, en forma de oficio. Por razón de la materia es tan ilícito como el comercio carnal. Pero revestido en forma de oficio, sometido a un control corporativo y a la disciplina de una deontología profesional, el tráfico de influencias alcanza la utilidad y el prestigio que dan a la prostitución las grandes cortesanas.