Orfeo y Eurídice (foto: uvahay) Sublimación de la servidumbre Los primeros doscientos años de la ópera se ajustan al modelo que representa Orfeo de Monteverdi: los hombres o los vasallos impetran (con una voz conmovedora y una música sublime) a los dioses o a sus delegados en los asuntos terrenos, los reyes, la concesión de un favor extraordinario. La ópera se ve a sí misma como un género supremo, capaz de obrar milagros, de lograr que la omnipotencia divina o la impasible majestuosidad otorguen una gracia que está por encima de los mandamientos más sagrados y de las leyes más inflexibles: Eurídice vuelve a vivir. Sólo el que pueda burlar o transgredir su propia ley es el que está por encima de toda Ley. Los mortales alzan sus ruegos a la divinidad y los que padecen miserias e injusticias tienen como última esperanza recurrir al monarca: “Si el rey supiera…”. Pero las licencias del poder no invalidan la firmeza intangible de sus prohibiciones. No se trata de libertad conquistada, sino de que “en tal momento y hasta ese punto, esto es posible”. La transgresión, al ser limitada, excede sin destruirlo un mundo profano del que es complemento. Los que encarnan lo sagrado hacen temblar a quienes se postran ante ellos, pero no por ello dejan de venerarlos: están sometidos al terror y a la fascinación. La ópera refuerza el despotismo de los que mandan y la servidumbre voluntaria de los súbditos, glorificando esa clase de relación vertical: de ahí su enorme éxito durante el período de las monarquías absolutas. Un Mozart maduro hace trizas dicho esquema operístico cuando, aparte de introducir relaciones horizontales entre personajes desiguales (algo propio de la ópera bufa) nos presenta a un poderoso que pide perdón en lugar de concederlo (el Conde de Las bodas de Figaro) y a un orgulloso Don Giovanni que se niega a recibir clemencia y a arrepentirse ante el fantasma del Comendador. La imposible reconciliación de la monarquía y la revolución en La flauta mágica sólo podía desarrollarse en una comedia fantástica. Saint-Just, en su divinización de la voluntad general, establece como axioma que todo rey es un usurpador y que la realeza es en sí misma crimen eterno o profanación absoluta: “nadie puede reinar inocentemente”. Todo rey es culpable y el simple hecho de que un hombre pretenda coronarse lo condena a muerte. La soberanía es “cosa sagrada” y el rey no puede formar parte de ella, al contrario, blasfema por su misma existencia contra esta voluntad omnipotente o joven divinidad. Después de la decapitación del rey y del eclipse de Dios, Wagner irrumpe en el terreno congelado de la ópera con sus delirios románticos y su culto de la muerte heroica.