A Miguel Rodríguez   El profesor canadiense C.B. Macpherson, en su ensayo “La democracia liberal y su época” adopta para la determinación semántica del concepto de democracia únicamente el criterio de la llamada “democracia liberal”, es decir, aquel régimen que reconoce las libertades públicas y el sufragio universal, C.B. Macpherson castra el análisis por un flanco que conviene desmenuzar: el de la disección misma del concepto de “democracia”.   Huelga decir que la democracia exige la isonomía que conlleva el sufragio universal; pero tal isonomía no será condición suficiente en la medida en que no vaya unida a la representatividad de los electores; paradójicamente, los regímenes liberales no democráticos como el británico, en los cuales los partidos políticos, lejos de ser las actuales e implacables maquinarias burocráticas sujetas a “la ley de hierro de las oligarquías” de Robert Michels, eran organizaciones de naturaleza más comisarial que permanente, desplegadas únicamente en el período electoral, cediendo la preponderancia a los parlamentarios durante el resto del período legislativo, se ajustaban al criterio de la representatividad en mucho mayor grado que las impropiamente llamadas “democracias de masas”: existía un contrapoder efectivo por parte de los electores durante la legislatura. La falta de democracia venía dada, entonces, por la falta de isonomía, pues el sufragio no era un derecho del que disfrutasen todos los ciudadanos, y por la falta de separación entre los poderes ejecutivo y legislativo. Con la extensión del sufragio cabe decir, si se admiten los términos del autor, que la democracia se ha hecho menos intensa a fuer de haberse hecho más extensa. C. B. Macpherson no es ajeno a este condicionamiento y el estudio de las causas del mismo debe figurar, por derecho propio, en los anales de la sociología política. Y aquí merece una mención especialísima un autor tan instruido y tan inteligente como John Stuart Mill, que no escapa al estudioso canadiense. John Stuart Mill es un conspicuo ejemplo de teórico que, llevado por temores de cuya honestidad no cabe dudar, quiso establecer frenos y contrapesos a los riesgos de la llamada “soberanía popular” por la vía de su restricción. Por esta razón propugnaba el llamado “voto plural”, estableciendo hasta seis categorías de votantes, de mayor a menor peso del voto emitido, y en la cúspide de la cual situaba a los llamados “intelectuales”, “artistas” y “profesionales”, por debajo al “labrador”, “fabricante” o “comerciante”, por debajo de éstos al “capataz”, a continuación el “obrero especializado” y finalmente el “obrero no especializado”. Huelga decir que el reparto de posiciones en la pirámide entraña ya un posicionamiento ideológico; pero lo fundamental es que al tomar tal decisión, Stuart Mill todavía adopta la optimista perspectiva de que el voto pueda tener un efecto decisivo en el devenir histórico de un pueblo: de lo contrario, no hubiera pensado siquiera en lo peligroso de que votasen aquellos cuyo grado de instrucción era ínfimo.

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