Quiero tratar el papel de las ideologías como mecanismos de supervivencia de regímenes políticos no democráticos, pero que intentan parecerlo.
Existen regímenes partidocráticos, oligárquicos, que se basan en un poder acumulado —sin separación de poderes y repartido entre facciones de una misma cosa— pero que se revisten de votaciones por sufragio universal.
En otras épocas eran infinitamente más fáciles de identificar, pues contábamos con palabras como nobleza, aristocracia, burguesía o sufragio. Ahora existe una nueva clase social, la clase política, compuesta por los jefes de partido, diputados y otros empleados. Tienen más intereses comunes entre sí, que con los gobernados que les apoyan.
La oligarquía se oculta tras el velo de libertades individuales otorgadas bajo apariencia de conquista. Los gobernados no pueden definir lo que no ven claramente. Lo que ven es una pulsión de ideologías, que les requiere a identificarse con un partido. Pero como dijo Antonio García-Trevijano, en la noche de la partidocracia todos los gatos son pardos. Sin la luz de la libertad política todos los partidos son iguales, porque lo que proclaman no les compromete.
Los gobernados se etiquetan, se insultan e incluso se odian, azuzados por los partidos, para que voten. Incluso presentan el voto como un deber cívico, cuando es un derecho político, que implica la facultad de ejercerlo o no. Pero al ser votados en listas, los candidatos no responden personalmente de sus propuestas ideológicas.
Con certeza, la libertad política no terminaría con las pasiones humanas que llevan al insulto y al odio, pero al menos el candidato elegido respondería personalmente de sus propuestas ideológicas.
Dice Maquiavelo en El Príncipe: «En algunos lugares alimentaban las diferencias entre sus súbditos, para poseerlos más fácilmente. Los venecianos, movidos por las razones mencionadas, alimentaban a las sectas de los güelfos y gibelinos. Alimentaban entre ellas rencillas, a fin de que, ocupados los ciudadanos en sus diferencias, no se unieran contra ellos».
La partidocracia europea representa una única ideología, basada en disvalores. Los gobernados se enfrentan entre sí por algo que no compromete a los políticos. La libertad política implicaría necesariamente una lucha entre ideologías representativas de los distintos intereses presentes en la sociedad civil, que vincularían a cada miembro de la sociedad política.
Hoy, votar o no votar es la única dicotomía posible. El que vota apoya el régimen de poder. La abstención lo deslegitima y reclama un sistema político nuevo, que garantice la representación de los ciudadanos y la separación de poderes para que estos se controlen entre sí.
Las pasiones ideológicas son inútiles en la partidocracia. Es necesario que la pasión por la libertad construya primero un sistema político donde las posiciones ideológicas se contrapongan libremente y puedan significar opciones reales y diferentes para los gobernados.
La abstención es el contrapoder real frente a lo establecido. No es la hora de la lucha ideológica, sino de la lucha por la libertad colectiva. Si conseguimos la democracia, será la hora de que cada uno se ocupe de su ideología, no antes.
La acción colectiva por la libertad conlleva asumir inconvenientes. Como dijo Nietzsche en La Gaya Ciencia: «— A. ¡Eres un aguafiestas, todo el mundo lo dice! —B. Es verdad. Quito a cada cual la afición a su partido; eso es lo que ningún partido me perdona».