Si las escaleras de un edificio atravesaran las viviendas particulares, uno podría encontrarse con que, en cualquier momento irrumpieran en su casa. En estas circunstancias, no sería cabal quejarse al vecino de arriba, o conminarle a que guardara cierto horario, invocando el propio derecho a la intimidad y a la inviolabilidad del domicilio, pues siendo justos él tiene exactamente el mismo derecho a acceder a su casa cuando le venga en gana. Toparíamos, así, con un claro ejemplo de conflicto independiente de la voluntad de los actores, resultando algo inevitable y solo achacable al inapropiado diseño estructural del bloque de pisos. Es evidente que tales problemas terminarían tras una obra que sacara las escaleras de las viviendas. En España, asistimos a los conocidos episodios de imposición lingüística, a la guerra simbólica de las banderas, a los conflictos por la posesión de recursos hídricos y por el destino territorial de los ingresos públicos, e incluso al desafío de un referéndum que pretende legitimar que unos pocos puedan sancionar una nueva frontera a la mayoría. La constante retroalimentación de estos problemas no puede ser casual. Todos ellos tienen un nexo de unión en la división autonómica. Y se olvida que las autonomías son Estado Español; y esto incluye, por más que les pese, a la Generalidad de Cataluña y al Lendakari Ibarreche. Se trata, pues, del Estado que se opone al Estado. La casi unánime celebración del triunfo de la selección nacional de fútbol, exhibiendo los símbolos patrios y con cánticos al respecto, ha causado sorpresa. La explosión sentimental de las masas es incomprensible sin una previa conciencia de la propia unidad, bien siendo el éxito deportivo lo que la ha provocado y no forjado. La distorsión autonómica, introducida por el consenso del posfranquismo con la oposición subvencionada, reaccionarios a España pero nunca al Estado totalitario, responde antes a las ambiciones de la refundada clase política estatal que en absoluto reflejan, sino más bien torpedean, la voluntad de la mayoría. Es desde esta trinchera, y aprovechando el mismísimo poder del Estado, donde se diseñan programas políticos encaminados a dividir a los españoles para justificarlo. Está claro que todo esto refleja un problema estructural. La única solución posible es la demolición de esta Monarquía Autonómica de Partidos para construir nuestras zonas comunes, ahora con la libertad política de la sociedad civil, nunca desde las organizaciones estatales subvencionadas por el Estado aun para oponerse a él. Lo sorprendente es la esquizofrenia de quienes denuncian los hechos para imposibilitar su superación. Su débito con el poder les hace unir su destino al de este Régimen. Pero llegará el día en que las escaleras por las que transitan no habrán de atravesar inopinadamente nuestras moradas.