Hace unos días murió este prolífico director. Empezó rodando nada menos que Doce hombres sin piedad, a la que se ha reprochado, sobre todo por parte de los que desconocen o desprecian el teatro como fuente de inspiración del cine, su teatralidad. En realidad, esta obra se basa en un guión destinado a la televisión, que es el medio del que procede Sidney Lumet, quien, al encerrar a todos los personajes en una habitación, quiso que experimentasen una sensación claustrofóbica. La duda razonable que introduce Henry Fonda logra desmontar los prejuicios, errores de percepción, indiferencias y desganas del resto del jurado. Al final de esta película mantenemos serias dudas acerca de la maquinaria de la administración de justicia, una especie de representación teatral. Y es que hasta su última obra, Antes que el diablo sepa que has muerto, subyace en la filmografía de Lumet la cuestión de las falsas apariencias y las máscaras sociales que se usan en la política, la justicia, las fuerzas del orden (policía, ejército y televisión), o de la atmósfera de hipocresía y mendacidad que envuelve a la familia, el amor, la amistad, el matrimonio y el sexo. La colina, desarrollada en una prisión militar, es una corrosiva crítica de la mentalidad castrense y de una justicia militar que ampara los impulsos sádicos de unos carceleros que utilizan la tortura física y psicológica de los prisioneros como la forma más eficaz de enderezarlos. Lumet muestra, con un flagrante antimilitarismo, cómo el poder de explotación que un hombre posee sobre otro hombre es consustancial a la concepción del Ejército, cuyas monstruosas injusticias (las desmesuradas penas hacen preferible la impunidad) se derivan del predominio del rango y la disciplina por encima de la inteligencia. Lumet sabía que la televisión debe ofrecer una sucesión de clímax o un desfile vertiginoso de novedades llameantes y situaciones de excepción. Y que mejor reclamo que anunciar un suicidio en directo, como hace el presentador que protagoniza Network, “Un mundo implacable”. Pero la contigüidad de eventos que se desparraman hace que allí donde todo es acontecimiento no exista ningún acontecimiento, que allí donde todo es “histórico” no haya Historia. Con la imbecilidad de masas como sostén del orden dominante o con una idiotez generalizada que tiene al televisor como su correlato tecnológico, la aspiración a la lucidez se convierte en el acto subversivo por excelencia. ¿Cuándo vamos a salir al balcón o a la calle a gritar "estoy más que harto y no quiero seguir soportándolo"? En Veredicto final, aparte de la redención de ese desastroso abogado que representa Paul Newman, asistimos a la prodigiosa interpretación de James Mason como un príncipe de las tinieblas legales, capaz de tentar y corromper a todos lo que están a su alcance. De hecho, Mason es uno de los villanos más complejos y fascinantes que ha dado el cine: inolvidable su papel en El prisionero de Zenda y su aparición en Lord Jim, señalando que de éste emana “el olor a santurronería del pecador arrepentido”.