Escribe Rafael Sánchez Ferlosio que “el escrúpulo de la objetividad es incluso anterior a la honradez: es condición de posibilidad de ésta; quien no lo tenga no puede ni tan siquiera aspirar a ser honrado”. El 9 de mayo se han cumplido 31 años de la aparición del cadáver de Aldo Moro en la romana Vía Caetani: tal fue el desenlace espantoso de un rapto ejecutado por los terroristas con la precisión ritual del más escrupuloso formalismo jurídico; con todo el formalismo que la llamada justicia popular propia de las ideologías revolucionarias puede permitirse. Un recinto llamado “cárcel del pueblo”, un juicio popular a un hombre indefenso –despojado acaso de su condición de hombre en la medida en que sus captores lo retienen en su condición de dirigente– y una sentencia enviada oficialmente a los medios de comunicación y cumplida con precisa puntualidad. Si Groucho Marx se permitió aquel sarcasmo según el cual “la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música”, no le cuadra menos esta definición a ese engendro llamado justicia popular, explotado con fruición en situaciones revolucionarias, como coartada para la legitimación de criminales atropellos. El escrúpulo de la objetividad fue la norma que Leonardo Sciascia, muerto hace 20 años, se impuso para el análisis del caso Moro en una obra que figurará, por derecho propio, entre los grandes tratados sobre el eterno conflicto entre legalidad, razón de estado, política, y ética. El secuestro del cinco veces Presidente del Consejo de Ministros en Italia, y su contacto con el mundo exterior mediante las cartas que los terroristas hacían llegar a la prensa sirvieron al escritor siciliano para hacer una extraordinaria disección del comportamiento de la clase política en trances tan tenebrosos como el que Italia vivió entre el 16 de marzo y el 9 de mayo de 1978. Allí, como en otros terrenos menos traumáticos, mostró la ideología del “consenso” su faz más deplorable: la llamada “unidad de todos los demócratas contra el terrorismo”, unidad que nada tiene que ver con la democracia, exigía, para que los próceres de la Democracia Cristiana y sus partidos satélites en el gobierno salvasen la cara, negar la autenticidad de las cartas manuscritas del líder democristiano cuyo asesinato se avecinaba sin que cupiese voluntad humana o divina capaz de detener el fatal desenlace. Aldo Moro sostenía la necesidad de postergar la legalidad en nombre de la salvaguarda de un bien jurídico superior, en este caso la vida de un secuestrado. En lugar de ir a buscarle en el terreno que su formulación plantea, sus correligionarios, con el grotesco concurso del Partido Comunista, prefirieron hacer oídos sordos por la vía de considerar a Aldo Moro un sujeto perturbado y manipulado por sus raptores: a la canallada de dar la espalda a un hombre solo ante la muerte se une la cobardía intelectual de quien prefiere no polemizar ante un asunto que pone a prueba las convicciones y la honestidad intelectual de los ponentes. Es erróneo pensar que una clase política vinculada por el férreo compromiso que, en aras de la conservación del poder, posterga la objetividad, y con ella la honradez, pueda comportarse de otra manera.