El pensador (foto: Graf+iti) Rodin en Madrid Las obras de arte son las únicas cosas sin una “función” en el proceso vital de la sociedad: no se hacen para los hombres de hoy en día sino para un mundo destinado a subsistir más allá del curso de una vida normal, más allá del ir y venir de un par de generaciones. Los viandantes, en Madrid, pueden apreciar y sentir en las esculturas de Rodin esa belleza que permanece a través de los siglos, como la de las catedrales. Del boceto de un proyecto gigantesco que no pudo llevar a cabo –el de la Puerta del infierno- proceden El pensador y otras tantas piezas. El diseño de las puertas y el asunto que se trata en ellas (una secuencia de condenados cayendo o ascendiendo) incitan a pensar en el Juicio final de Miguel Ángel. La magistral tridimensionalidad de la escultura de Rodin, unida a la intensidad emocional que la masa desprende, como si recibiera vida del interior y la irradiase, nos obliga, presos de la fascinación, a dar vueltas alrededor de sus obras, algo que en el caso de El beso, resulta embriagador. La genialidad de Rodin para plasmar el cuerpo humano convierte a este artista en uno de sus mejores observadores y uno de sus más eficaces exploradores. Bebe de la mejor tradición, la renacentista de su admirado Miguel Ángel, y de la griega, recogiendo sus valores esenciales (volumen, ritmo…), para crear una escultura moderna que expresa profundos sentimientos. Al contemplar en Madrid El pensador (la réplica más antigua) y las seis piezas que componen “Los burgueses de Calais” podemos confirmar aquella idea de que la belleza es la manifestación misma de la indestructibilidad, de la inmortalidad de los mortales. Sin ella, sin esa radiante gloria, la vida humana sería fútil y la grandeza no podría perdurar.