Thornhill man of war in Greenwich Revolucionarios El intelectual no puede ser el psicoanalista de la impotencia civil.   Tampoco puede confundir la estética de la acción revolucionaria con su único fin, ni reprimir la espontaneidad de la libertad de acción en la sociedad civil por miedo a la traicionada elegancia de espíritu a lo Julien Benda.   Tampoco puede ser un ente vacío de conocimientos revolucionarios, un esperpento tertuliano a la moda liberal, un progre bien avenido, un activista de altavoz hueco. Así como el resultado final de una obra de arte transciende la intención de su creador, la mera formulación de principios revolucionarios no pueden constituir por si mismos la revolución, por mucho que el pensamiento sea acción. En el arte, el revolucionario no puede ser artista si no es previamente un científico capaz de aplicar de forma particular la universalidad de la verdad descubierta (mero retratista de lo natural).   En la política, el revolucionario no puede ser intelectual si no es capaz de subvertir la naturaleza del poder a través de su profundo conocimiento de las materias que lo incumben. Con su aplicación concreta en la fundación del Banco de Inglaterra, la invención de la deuda nacional fue revolucionaria, subvirtiendo la naturaleza del poder comercial marítimo. La física nuclear fue revolucionaria con la creación de la bomba atómica y el bombardeo a Japón, lo que determinó la relación con el poder durante toda la Guerra fría a través del terror de Estado (deterrence).   El intelectual no puede ser un paleontólogo de la política. Debe ser a su vez un agente de la revolución a través de su habilidad social para hacer hegemónica su verdad, de lo contrario, su arte se queda encerrado en los almacenes ocultos de los museos como obra holocáustica.

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