Juan Pablo Marat en un grabado de 1824 Revolucionario feo Como era un revolucionario feo sólo hablaría de política por la mañana; si aquella mujer, que también parecía más guapa en la oscuridad, todavía estaba en su cama. Se había prometido guardar con escrúpulo las leyes de la conversación honesta: nada de repeticiones no enfáticas o humorísticas, ni asomo de relativismo y miedo fuera. Anticipaba la emoción de suponer que ella lo apreciaría cuando despertara. Pero reprimía enseguida ese sentimiento. No quería convertirla en vencedora antes de la lucha, porque a buen seguro sería un enfrentamiento. Nunca había mantenido una primera conversación que no lo fuera, si de verdad se deseaba seguir hablando durante más tiempo del que ofrece la vida. Reparó, mientras preparaba buen café, en cuánto le había gustado la elegante forma de apasionarse de la muchacha. Siempre antes del sentido común. Los extremadamente racionales parecen más locos que los arrojados al imperio de las pasiones. Tendría ideas sencillas de rebatir, es tan difícil ser original en la sociedad de los otros… Qué hermosura de cadera, queriendo levantarse y cansada del peso de la sábana. A buen seguro reconocería al poeta dentro del hombre comprometido, la sensibilidad dentro de la crudeza que exige la libertad. Salió de la cocina viendo dentro de sí todo el blanco de la piel otra vez. Pero también debía de esperar las arrugas abandonadas encima del colchón porque no le causaron tanto dolor como sería natural. Desde la ventana sólo pudo ver, entre el tráfico gris, a una mujer corriendo hacia la primera parada de lluvia.