Estamos asistiendo a la agonía de un sistema, que esperamos no conlleve también la agonía de España como nación. Momentos cruciales en la historia de nuestra Patria los ha habido con anterioridad, momentos en los que se ha dirimido el ser o no de nuestra nación se han dado ciertamente, pero quizá en todos esos instantes que jalonan nuestra historia la posibilidad de que España desapareciera se hacía tan evidente que la sociedad civil, de una forma o de otra, reaccionaba. Es mucho peor esta lenta agonía en que un sistema partitocrático y, por ello, profundamente oligárquico, nos ha situado; es mucho peor esta carencia de una sociedad civil, esta anulación de la libertad profunda del hombre, esta agresión a la juventud bajo la excusa de una permisividad total, que lo es tan sólo en la apelación no a la razón, sino a los instintos.
Este deslizarse por la pendiente en la que España se encuentra no es únicamente un problema económico: el problema de España es de regeneración, pero no basta para ello con sanear un sistema que debe hundirse por muchas razones, pero sobre todo por haber enfangado -con sus transacciones con los separatismos, con las corruptelas políticas, con los acuerdos en pasillos y comisiones a puerta cerrada- el destino nacional.
Sólo se me ocurre otro momento en el devenir histórico donde España atraviesa, como ahora, una profunda crisis: el momento de la “declinación” –éste era el término utilizado en la época- por el que marcha la Monarquía Hispánica en las postrimerías del S. XVI, uno de los noventa y ochos de la Historia de España, y primer cuarto del siglo XVII, coincidiendo con el reinado de Felipe III. Frente a esa declinación se alza el realismo descarnado de una figura como la de Álamos de Barrientos, que nos hablará de esa sociedad fragmentada, entre esos distintos estamentos que no encuentran una tarea común; de esa división de los reinos que amenaza con la desmembración de España; y de esa corrupción institucional de la que se surtirá más adelante la figura todopoderosa del Duque de Lerma. Pero frente a la declinación de la Monarquía se alza el tacitismo, una suerte de realismo descarnado al modo del historiador romano, que descubre las vergüenzas de un sistema que corre el peligro de destruir definitivamente España.
Recojamos el testigo que nos une a una generación inmortal, aquellos que no quisieron asistir impasibles a la decadencia de una Monarquía que si no se ponía remedio amenazaba con destruir un legado del cual el Rey era tan sólo un depositario. Esta concepción del poder tan arraigada en el pensamiento político español de los siglos XVI y XVII, donde la ilegitimidad de ejercicio inhabilita a quien ostenta el poder y hace que éste vuelva a la comunidad política, es la que tenemos que tomar en consideración.
Pensar en España desde el dolor, como aquellos españoles del XVII, amar a España porque no queremos que agonice sin que nadie se apreste a levantarla, porque un sistema que contempla al hombre desde la perspectiva del partido, ni siquiera desde la ideología -porque las ideologías han sido vencidas por los grupúsculos al servicio de un bipartidismo trasnochado y rancio-, es un sistema caduco cuya caída hay que celebrar. Creemos que la caída de este sistema tiene que venir de la mano de la conciencia nacional, de ese hacer patria que nos une vivamente al último noventa y ocho de nuestra historia. El arbitrismo lo ha de ser hoy en el ámbito moral, en esa reciedumbre moral que implicaba la virtus romana, que apelaba al valor de ser hombre, de hacerse hombre. Hoy alcanzar la virtus es no contemplar la declinación de nuestra Patria, porque ese es el legado eterno, desde la Hispania de la gran saga de los Anneos hasta los autos sacramentales de Calderón, aquel de quien decía Goethe que si Shakespeare hubiera escrito mejor habría sido Calderón de la Barca.
España no se merece desaparecer como nación bajo el peso de esta casta política, que aplaude al Monarca porque es una forma de cerrar el círculo sin que entre aire limpio. España no se merece desaparecer bajo el peso de la burocracia europea, porque ni siquiera ella nos salvará de nosotros mismos.
Que no tengamos un día que decir con Quevedo: “Vencida de la edad sentí mi espada y no hallé cosa en qué poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte”.
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