El viaje en El Beagle permitió a Charles R. Darwin observar el resultado de la evolución, pero el mecanismo de la “selección natural”, como la forma en que tal cosa se hubiera producido, le fue sugerido tras la lectura del “Ensayo sobre el principio de la población” de Thomas R. Malthus, al extrapolar las vicisitudes socioeconómicas de la humanidad a la larga historia geológica del mundo natural. De hecho, siempre que exista competencia por algo, ya sea por los recursos escasos o por ocupar el estatus al que van asociados, ha de resultar necesariamente alguna selección, pues unos llegan y otros no. Se trata, entonces, de una solución universal que en la naturaleza se ejecuta azarosamente, pero que en lo humano responde a una intencionalidad. Si comparamos ambas formas de selección, enseguida nos damos cuenta de que discurren en distintos sentidos. En lo biológico, es la realidad medioambiental la que condiciona a los organismos, favoreciendo a los individuos más aptos; en lo antropológico, son las relaciones humanas las que reproducen la realidad social, amparando a los personajes más convenientes. En ausencia de normas ad hoc y de una autoridad externa que fuerce su cumplimiento, en toda organización se impondrá siempre una jerarquía, y en cada escalón irán promocionando quienes satisfagan a sus superiores, pues el poder es la oportunidad existente en una relación social que permite a un individuo hacer cumplir su voluntad, o al menos no vulnerarla. La ambición por mejorar su puesto particular es la red que atrapa a quienes quieren ascender, que habrán de cuidar su actitud para medrar en el grupo, sabiendo interpretar correctamente los deseos de sus jefes y previendo acertadamente los avatares del mando, deformando así sus propios criterios; resultando habitual, en estas condiciones, la tendencia de seleccionar personas cuya capacidad no suponga una amenaza inmediata para los mismos jerarcas. Charles Darwin (foto: Colin Purrington) En España, ya se han alzado voces públicas clamando contra la baja calidad y preparación, que en no pocos casos llega a la insolencia, de los últimos dirigentes de esta Monarquía; ignorando deliberadamente que tal cosa es la inevitable consecuencia de que los partidos, convertidos en organizaciones estatales de poder, se entregasen a sí mismos el atributo de decidir acerca de todo cargo político, y hasta social. Solamente la elección personal y democrática del jefe del gobierno, por un lado, y del representante parlamentario, por el otro, devolverán la dignidad a la sociedad española. Cabría preguntarse si los mencionados voceros han sido precisamente seleccionados por su virtud para no denunciar lo esencial al respecto, cuando no por su incapacidad para poder percibirlo.