Francia es un país que no deja nunca de sorprender. Siendo de una cultura predominantemente de izquierda en su tradición ilustrada, los franceses muestran un gran apego a la tierra y a sus tradiciones. Eso explica, por ejemplo, esa pasión tan gala por el bricolaje, y que lleva a que haya gente que se compre un terreno, y se construya su propia casa con la ayuda de amigos; en este sentido, pude asistir en el pueblo de Moulès (cerca de Arles) a una fiesta de la transhumancia con motivo de la primavera, en la que el ganado atraviesa el pueblo acompañado de gente vestida con los trajes tradicionales, y se realiza una bendición de los corderos, al tiempo que la gente hace un mercadillo de carácter anual para vender cosas viejas con fines benéficos (Es de ese mundo periurbano de donde surge el movimiento de los gilets jaunes, las clases medias olvidadas por la izquierda socialdemócrata, cuyo harto elevado pago de impuestos no se corresponde con los servicios sociales recibidos, y que han adquirido conciencia de que el trabajo duro y el ahorro ya no es una garantía de prosperidad para ellos, por lo que han usado del ya medieval derecho a la resistencia al soberano, como afirma Dalmacio Negro).
Esta realidad podría arrancar, quizás, la sonrisa de algún pseudointelectual urbanita con el codo hecho a la barra de los pubs, lo que sería ejemplificador de lo que he vivido en España desde mi infancia, en la que recuerdo que se hacía burla de la figura del “cateto” (era uno de los disfraces de carnaval favoritos, y un tipo parodiado en canciones humorísticas), como representante del mundo rural que no sé por qué, parecía asociarse indisolublemente al Franquismo en esos primeros años de la llamada Transición, en los que se ensalzaba a un homo nouus urbano, ligado al frívolo brillo de candilejas culturales de los primeros años 80, y en trance de volverse “progresista”. Otro, sin duda, de los falsos dilemas impuestos por el camelo de la Transición; en Francia, al menos, la gente puede elegir directamente al Jefe del Estado en elecciones a dos vueltas (y no como aquí, donde hemos tragado con la forma de Estado sin haber podido decidir sobre ella por separado en el pack podrido que nos vendieron), y la libertad política no se encuentra secuestrada por el sistema electoral proporcional de listas y sus partidos, consagrados por la Constitución del 78 como órganos de un Estado sin separación de poderes, y, por tanto, sin auténtica democracia.
Inseparable de ese amor por el campo, me parece la enorme afición a los toros que existe en el sur de Francia: carteles, grafitis, “ferias”, corridas (maravilloso el coso existente en el anfiteatro romano de Arles), las llamadas courses camarguaises, secciones en las librerías dedicadas a temas taurinos… Allí pude hojear un libro extremadamente interesante, Nous n’irons plus à Barcelone, “No iremos más a Barcelona”, que recogía las aportaciones de diversos profesores universitarios franceses en un coloquio celebrado en Arles poco después de la prohibición de las corridas promulgada por la Generalitat catalana (que atribuían a “la fiebre nacionalista, la anti-España, las circunstancias políticas, etc. Para imaginarse un futuro sin España, Barcelona debía reinventarse un pasado sin toros”), que pretendía refutar los argumentos del movimiento anti-taurino, y su base ideológica, el animalismo, entendido como “la doctrina que sitúa al Animal en general en el centro de las preocupaciones morales. El animalismo contemporáneo consiste, en efecto, no en tener una conducta respetuosa hacia las especies animales, sino a confundirlas a todas con inofensivos animales de compañía transformados en puros objetos fetiche. Por eso se ha podido decir que cuánto más se ama a los animales, menos conocidos y reconocidos son en su propia naturaleza. Se puede decir también que el animalismo, lejos de ser la prolongación del humanismo, es, en muchos aspectos, su negación”.