Todas las prácticas económicas  sufren ciclos de crisis que ponen de manifiesto los aspectos más débiles de las teorías que las sustentan. Es lo que parece que está ocurriendo en la economía neoliberal de nuestro sistema, donde la pujanza emprendedora auspiciada en los principios de la libertad de creación de empresa muestra su flanco más frágil cuando intereses muy significados obvian las elementales normas de responsabilidad de equilibrio del sistema. La economía por ser una ciencia social no puede aplicarse sin el concierto de todas partes que intervienen en el mercado, ya que sus fórmulas carecen de fundamento sin el concurso de los agentes que la hacen funcionar y desarrollarse. Toda ley de mercado, pues, precisa de una racionalidad entre las partes a las que afecta para que  pueda funcionar de modo ecuánime;  de modo contrario, las asimetrías económicas aparecen por doquier para cercenar tarde o temprano la dinámica normal de cualquier sistema económico justo. Velar por la pragmaticidad del sistema compete al conjunto de quienes lo comparten, ya que toda exclusión  crea marginalidad, es decir, sectores sociales pueden quedar al margen de los derechos económicos adquiridos, acarreando como consecuencia un elevado riesgo de generación de insatisfacción con el sistema. La diferencia de poder que se da hoy entre los agentes que acuerdan las condiciones de mercado, está exigiendo un regulador que antes que nada garantice que el pacto económico se integre al pacto social que hace viable la solvencia misma de la sociedad que encarna el sistema. Y este regulador lo encarna el Estado a pesar de que la filosofía económica liberal menosprecie que la estabilidad social es la que permite el desarrollo económico y social.

Puesto que el individuo consumidor en la doctrina neoliberal está muy desamparado frente al poderío de las grandes corporaciones, es por lo que, cuando nadie vela por el ejercicio de una posición que defienda sus derechos, el Estado debe garantizar los derechos de una pervivencia digna del ciudadano; la teoría neoliberal ha de advertir que un  progresivo desvalimiento de la clase media consumidora hundirá las perspectivas económicas de un sector social clave para la estabilidad económica del sistema. Es este hándicap y no otro, el que tiene todavía que resolver la teoría capitalista si apuesta por un futuro viable. Por tanto, esa defensa del consumidor que le permite consumir a precios moderados y con reglas que eviten el abuso constituye un factor esencial de la economía que,  por encima de cualquier poder fáctico sería deseable regulase el Estado, ya que es el quien tiene conferida por mediación de los ciudadanos la responsabilidad de lograr el bien común.

Además, existen sectores estratégicos de la economía como son la energía, los alimentos, la vivienda, la educación, la seguridad y la sanidad, que por su gran repercusión para proteger los derechos fundamentales de las personas no pueden dejarse al arbitrio de los intereses de la gran empresa ni de la supuesta “mano invisible” que todo lo equilibra, puesto que hay ejemplos suficientes y contundentes en el pasado y en el presente que corroboran la falsedad interesada de dichas afirmaciones.

De ahí, que la presumida autorregulación comercial y la moderación de precios por la acción de la competencia entre empresas que postula toda  teoría liberal adolezca de la verdad inquebrantable que todos sufrimos hoy, puesto que  los desajustes producidos  emergieron como consecuencia de los monopolios corporativistas,  causando grandes desequilibrios sociales, a veces con el enriquecimiento desproporcionado de unos pocos y el endeudamiento inasumible de muchos, que son además quienes a su vez soportan las medidas de ajuste,  incapacitándoles para el consumo y acelerando irremisiblemente la recesión.

Las necesidades de una regulación planificada de los parámetros financieros y macroeconómicos  no se deberían sustraer a la autoridad del Estado como depositaria del contrato social; asimsimo su intervención debe hacer valer la fuerza de la ley para proveer la inversión y la gestión correcta de los recursos que garanticen una estabilidad para el consumo, el cual, constituye la pauta de un crecimiento continuado. Delimitar la función del Estado no consiste en minusvalorar su función como regulador, en especial cuando ha de velar por los derechos  básicos de los ciudadanos, los que tantas veces quedan sorteados, incluso en los acuerdos sectoriales de patronal y sindicatos. No hay que olvidar que el bien común, que es la finalidad última de la comunidad y la ley social con la que se dota, auspicia la mejora de la capacidad personal de autorrealización, y ello, necesita de una distribución adecuada de la riqueza.

 

Luis Fernando López Silva

 

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