El carácter redundante y recursivo de la razón de Estado significa que ésta no necesita ser racionalmente justificada sino tan solo invocada. Un concepto vacío, preparado para ser llenado con aquello que, en el momento mismo de la invocación, pasa a ser ocultado. Mejor que nadie supo expresarlo el jurista italiano Pietro Andrea Canonhiero en su tratado Dell’introduzione alla politica, alla ragion di stato: “Son acciones amparadas en la razón de Estado aquellas para cuya justificación no cabe apelar más que a la propia razón de Estado”. La imagen de una serpiente que se muerde la cola hasta la mutua anulación de lo comiente y lo comido no puede encontrar mejor reflejo; esta caracterización de Canonhiero puede parecer una siniestra burla, pero el propio concepto de razón de Estado es ya de por si una burla a la razón. Ningún jurista ha sido capaz de deslindarla de acciones que repugnan a la moral común y general; pero el Estado cuenta con su propia deontología, es decir, su propia moral particular. De lo contrario, el propio concepto de razón de Estado sería completamente innecesario. Así supo verlo Carl Schmitt cuando, en su ensayo “La Dictadura”, sitúa la razón de Estado como inequívoco factor constituyente del Estado Moderno, con palabras que, por sí solas, constituyen un antídoto más que suficiente contra la retórica secular de tantos criminales encaramados al poder: “El Estado Moderno ha nacido como resultado de una técnica política. Con él comienza, como un reflejo teorético suyo, la teoría de la ‘razón de Estado’, una máxima que se levanta por encima de la oposición de derecho y agravio y se deriva tan sólo de las necesidades de afirmación y ampliación del poder político”.   En un paralelo conceptual bastante más estrecho de cuanto a primera vista pueda parecer, se encuentran esta idea y la noción de “consenso”. Cuando una idea es repetida hasta la saciedad por la clase política y los medios de comunicación, lo más prudente es desconfiar y proceder a su disección conceptual.   El director de EL MUNDO, Pedro J. Ramírez, acaba de subrayar la “necesidad aritmética y ética” de un pacto entre el presidente del gobierno y el jefe de la oposición. “Zapatero no tiene otro camino que entenderse con el PP si quiere seguir viviendo en la Moncloa”. Involuntariamente nos descubre así el verdadero fundamento del consenso, coincidente con aquello que Carl Schmitt atribuye a la razón de Estado, es decir, la conservación del poder. Pero reclamar un consenso sobre un cajón de sastre de “cuestiones básicas” que, además, tienden a hacerse cada vez más numerosas, sólo puede ser un primer paso hacia el totalitarismo. Y, además, un “carísimo negocio de irresponsabilidad compartida”, como no sin acierto ha sido caracterizado por el periodista de Der Spiegel, Thomas Darnstädt. La irresponsabilidad común a Ejecutivo y Legislativo cuando el segundo renuncia a controlar al primero.

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