La televisión del espectáculo perpetuo abre a menudo con imágenes de coches incendiados, piedras volando y una voz en off hablando de la actuación de radicales. Todo ello rodeado de colorines, fanfarrias o, directamente, de payasadas.
El desprestigio de los conceptos suele proceder del desconocimiento de las palabras que los expresan. La perversión del lenguaje, el babelismo, contribuye en buena manera a ello.
Así, palabras como capitalismo y burguesía, y sus adjetivos (capitalista, burgués), están contaminadas peyorativamente por mor de las ideologías de clase, sin entrar a analizar las instituciones o categorías que conceptúan. Otras adquirieron su connotación negativa más recientemente como medio de defensa del Estado de partidos ante sus vergüenzas. Son palabras tabú como «república». También están las desnaturalizadas semánticamente como «intelectual», que se utilizan para ofrecer resistencia a quien critica esta cultura «del como si» viviéramos en una democracia.
En esta última categoría del reciente ostracismo semántico se encuentra el término «radical», por cuanto asimilable a violento, cuando no cruento, e identificándose a la acción de grupos más o menos incontrolados.
Sin embargo, cabe la interpretación positiva del radicalismo, el valor de lo radical en cuanto significado último del núcleo básico del pensamiento desprovisto de adjetivos ideológicos. Justo lo contrario que el significado degenerado, que asimila lo radical a lo fanático.
Ser radical en cuanto al concepto mismo de democracia no implica fundamentalismo democrático alguno. Simplemente la búsqueda del núcleo o verdadero significado de lo que define a la democracia, sin accesorios ideológicos de ningún tipo. La construcción de una teoría pura de la democracia, que debemos a D. Antonio García-Trevijano, significa el más puro acto de radicalismo, pues huye de la adjetivación social de la misma en búsqueda de la libertad política.
Por ello, denunciar la ausencia de separación de poderes y, por tanto, de Constitución, así como la ausencia de la sociedad civil en la vida política a favor de los partidos, sin connotación ideológica alguna, supone un radicalismo de natural admiración.
¡Qué distinto este valor de lo radical del adjetivado a los nacionalistas! Si a estos se les puede denominar radicales, lo serán en cuanto más hundan su discurso en sus propias raíces sentimentales, alejándose de la realidad. Se trata de un radicalismo sólo «hacia abajo», no hacia la esencia, que penetra en el sentimentalismo, en ausencia de lo político. Injusto en la lid para el interlocutor crítico, que le pone en indefensión dialéctica, ya que contra los sentimientos no cabe razón alguna.
Si esto es así en el plano de las ideas, el valor de lo radical en la acción se dota de la ventaja de la convergencia en el camino hacia la libertad política por ciudadanos de distinta adscripción ideológica en un movimiento ciudadano desprovisto de la misma y destinado a su autodisolución una vez conseguida.
Por ello, este MCRC sólo puede ser radicalmente democrático en su búsqueda de la libertad política, lo que se demuestra diariamente en la heterogeneidad, generosidad y lealtad de sus miembros.