Cuando los físicos comenzaron a observar las partículas elementales de la materia se dieron cuenta de que no podían precisar simultáneamente su velocidad y su posición. Werner Heisenberg lo enunció en su famoso principio de incertidumbre, y ello no se trata de ninguna medida del error, sino que es una propiedad de la misma naturaleza. Las implicaciones filosóficas son evidentes: desde un punto de vista epistemológico, en determinadas circunstancias no es posible concebir el objeto y el sujeto como entidades absolutamente independientes. Guardando las distancias, al tratarse de un conocimiento seudoempírico y tipológico en vez de las llamadas ciencias exactas, formales o nomológicas, capaces de formular leyes y establecer predicciones, en una sociedad como la española, absolutamente sometida al Estado de Partidos, resulta imposible escapar a un análisis partidista de la realidad política en la esfera pública, pues los encargados de hacerlo se tienen por protagonistas de ella y han sido seleccionados como tal. Su doble misión consiste en ejercer de médium entre la sociedad civil y los partidos estatales, dando sentido interpretativo al absurdo e indecisorio sistema electoral proporcional, para después borrar el resultado institucional negativo refiriéndolo a las perturbaciones de los otros partidos. De lo primero hemos tenido sobradas muestras después del 9-M. Al no resultar elegido nadie, ni ganar más allá de un reparto del poder favorable a las propias aspiraciones partidistas en la aritmética parlamentaria, son comunes expresiones como “los electores demandan” tal o cual cosa, o discursos del tipo “el mensaje de los ciudadanos es claro”, como si los sufragios se acompañaran de un cahiers de doléances al que ellos tuvieran místico acceso. Lo segundo es tanto más continuo cuanto más inaudito, y responde a un enconado prejuicio por preservar el statu quo exonerándolo de todo mal, a la vez que se retroalimenta la competencia partidista. Consiste en presentar los sucesos políticos indeseables como exclusivo producto de la acción del partido gobernante, pues la propia lógica interna se basa en la necesaria suposición de que el otro partido (la oposición) no haría lo mismo. Esto, en vez de mostrar lo que en realidad son: los efectos del descontrolado reparto institucional del Estado Autonómico entre los partidos estatales. Así, el crimen de los GAL no pudo ser la consecuencia de esta Monarquía, sino de su usurpación por el “Felipismo”. Aunque si algo así se produjo, el PP continuó participando en el reparto proporcional del poder sin inmutarse; y cuando éste le fue favorable y alcanzó el gobierno, extraído el rédito electoral, enterró el asunto demostrando ser parte del propio Estado que protagonizó aquellos terribles hechos. Ahora, vuelve a entonarse aquello del “cambio de Régimen” o lo de la “segunda transición”, certidumbre de que vuelve a intentarse salvaguardar el Régimen.