Napoleón Bonaparte Poder y función En el mundo jurídico el lenguaje tiene suma importancia. Una frase ininteligible puede tener graves consecuencias; insignificantes en la edición de una novela o un ensayo, determinadas erratas causarían un gran daño si aparecen en una ley, un contrato, o una sentencia que resuelve un conflicto de intereses: que aparezca condenado el demandante cuando se quiere decir demandado. Resulta paradójico que, siendo tan esencial para abogados y jueces el dominio del lenguaje, apenas se le conceda atención en los estudios de Derecho. En el Reino Unido todos los que cursan esta carrera, están obligados a estudiar sintaxis y redacción jurídica. En España, muy pocos han mostrado interés por tales materias. La Universidad de Salamanca llegó a crear en el año 1845 una cátedra de “Elocuencia en el Foro” que tuvo escaso éxito. Sin embargo, el lenguaje abstruso y la confusión terminológica ayudan a los profesores y leguleyos del régimen a disimular, por ejemplo, la oscura paternidad del Tribunal Constitucional y a ocultar la razón de su existencia como instancia separada del poder judicial. De esta manera, en las aulas universitarias se dice -escudándose en el formalismo de Kelsen-, que el control del poder está mejor asegurado por ese tribunal especial que por el Tribunal Supremo de EEUU. Mucho antes de que Kelsen edificara su teoría del Estado, concibiéndolo como ordenación del deber y no como organización del poder, el inventor de los tribunales constitucionales, el abate Sieyès, se los ofreció a Bonaparte. En contra del equilibrio de poderes de Montesquieu que inspiró a los padres de la Constitución norteamericana, el moderno Estado europeo se configuró bajo el lema de un único poder soberano con funciones separadas. Los enamorados del poder establecido, en su ilusa creencia de que una función, y no otro poder, puede controlar a un único poder que separa sus funciones, apartan de su vista esta evidencia: sin fuerza constituyente para atajar las fuentes de abuso de poder, la función específica del Tribunal Constitucional consiste en reconstituir lo ya constituido, es decir, conservar el “equilibrio” oligárquico.