Antes de irse al cielo mi abuelita me dijo dos cosas que jamás olvidaré. La primera es que la clave para hacer un buen gazpacho es no pasarse con el ajo. La segunda que la gente bien nacida no participa en los linchamientos. Huelga decir que gracias a ella mis gazpachos son de aúpa. Y aunque mi abuelita no se refería con lo segundo a las redes sociales, aplico su mandamiento en estos tiempos ciberespaciales y no me uno a las turbas que hacen escarnio de cualquier infeliz que dijo o hizo algo supuestamente inapropiado.
Mi abuelita, eterna campesina en la ciudad, no tenía mucha letra y hablaba con un sentido de la dignidad humana que sencillamente se tiene o no se tiene, pero que desde luego no se puede improvisar. Un sentido innato de la dignidad que también poseía Antonio García-Trevijano, y que le llevaba a decir lo mismo que mi abuelita —lo de no unirse los linchadores— con más y mejores palabras, pero con un mismo instinto moral.
En concreto, el gran pensador granadino escribió una especie de tratado sobre los vicios y virtudes del ciudadano español en el cambio de siglo titulado Pasiones de servidumbre, que hoy sigue siendo un magnifico oráculo moral que se puede consultar para engrasar de vez en cuando nuestra conciencia ética.
Cuando se publicó en el año 2000 internet todavía estaba empezando y las redes sociales actuales no existían, por lo que no trata algunas de las taras más recientes de nuestra sociedad, pero creemos poder asegurar que si don Antonio viviera hoy incluiría la «pasión de cancelar» como una de las tristísimas pasiones de servidumbre reseñadas.
La cancel culture que nos llega de Estados Unidos consiste en marginalizar a cualquiera que no se adapte voluntaria o involuntariamente a lo que desde no se sabe bien qué altas instancias se considera aceptable.
Recientemente en España le ha tocado a Miguel Bosé. Como artista ni me va ni me viene y reconozco que tributaba el mayor de los desconocimientos hacia su carrera, pero ver cómo desde los medios de comunicación, o sea, desde los tentáculos del poder, se abrió la veda y cómo las redes se han cebado con él me produce desesperanza. Nunca deberíamos de acostumbrarnos al olor de la sangre.
El planteamiento de Bosé que le ha condenado a la cancelación era de lo más razonable. Él dice que está bien llevar mascarilla, pero que por salud es mejor quitársela cuando estemos solos y sea posible. Yo no sé si tiene razón o no, y me da igual, pero es evidente que Moncloa necesitaba un malo-medio-loco al que colgarle la etiqueta de «negacionista», ese rótulo bajo el que amalgaman tanto a los que creen que el virus no existe como a los que sensatamente plantean medidas para combatirlo distintas de las del gobierno.
El caso es que en poco más de un mes, un cantante querido por millones de personas pasó a ser un peligro público, un monigote del que burlarse y al que dar todos los golpes.
Creo que la ética de repúblico que aprendí leyendo a Trevijano y el comportamiento moral que me inculcó mi abuelita han hecho que me repugne el acoso que sufren muchas personas en la esfera pública. Todos hemos visto mil veces cómo en cuanto la partitocracia necesita un cabeza de turco para crear unanimidades tocan el silbato y una jauría de descerebrados corren raudos a despedazar a quien le hayan indicado.
No es extraño que un poder sistémicamente corrupto funcione así, pero es triste que muchos de nuestros conciudadanos caigan en la trampa. Sencillamente la buena gente no apaliza a nadie en grupo, ni física ni virtualmente.
Los repúblicos no caemos en esas bajezas. No necesitamos estar de acuerdo con lo que dice alguien para entender que las reglas del juego pasan porque cada uno pueda decir lo que quiera, y sin que se manipulen sus palabras.
Las pasiones de servidumbre requieren de chivos expiatorios, porque la gran mentira necesita combustible, pero la libertad política no. Ésta se defiende sola.