A cada conflicto surgido en el mundo de la Justicia, surge la llamada a filas de los partidos sobre un nuevo pacto de Estado para someterla aún más. Ya sean los letrados de la Administración de Justicia, los abogados de oficio, los jueces o el personal administrativo del juzgado los que se quejen por muy diversas razones, casi siempre económicas, la solución ofrecida siempre es la misma.
Sin embargo, cuando se habla de pacto de la Justicia, se quiere decir en realidad reparto. Se trata de una iniquidad comparable a pactar sobre la nación. La aplicación objetiva del derecho, su independencia y la solución de sus problemas económicos, funcionales u organizativos, vendidos como asuntos de mera gestión, son en realidad algo tan ajeno a la voluntad de los partidos como el hecho nacional. Y, si la judicatura y sus órganos de gobierno son elegidos y pagados por la clase política, su imparcialidad es imposible.
Al igual que la voluntad plebiscitaria regional no puede variar algo que nos viene dado, como es la propia existencia nacional, tampoco la de la clase política, por muy consensuada que sea, puede determinar lo que es justo o no. La justicia no puede ser democrática o dejar de serlo, simplemente es elemento indispensable para que exista una democracia, siempre que sea independiente y esté separada del resto de los poderes clásicos.
La llamada a cada nuevo «Pacto de Estado por la Justicia» es el reconocimiento expreso de que en España no hay una democracia porque no hay separación de poderes ni independencia judicial. Pactar es transar, y pactar sobre la Justicia es asumir el reparto de lo judicial entre las mayorías políticas en reflejo de sus respectivas cuotas de poder. No es de extrañar que cada nueva legislatura exija un reajuste institucional de la organización de la vida judicial correlativo a la proporcionalidad partidista resultante del último proceso electoral.
El partido perdedor se apresura a solicitar el pacto, sabedor de que, de no alcanzarse el consenso, el ganador aplicará su «rodillo» legislativo para la renovación de los miembros del Consejo del Poder Judicial si cuenta con las matemáticas de la proporcionalidad a su favor. En caso contrario, la designación política de los magistrados del Tribunal Constitucional en forma directa, e indirecta de los de las Audiencias Provinciales y Tribunales Superiores de Justicia, hace ineludible ese consenso de los partidos sobre quienes hayan de determinar lo que sea o no legal.
Las asociaciones de jueces y fiscales progresistas y conservadores, auténticos comisariados políticos de los partidos, bendecirán después las virtudes del pacto cerrando el círculo perverso de poderes inseparados.
Las llamadas leyes orgánicas (plagio de las fundamentales franquistas) no pueden determinar ni aherrojar los fundamentos de la Democracia: separación prístina de los Poderes, representación directa y verdadera, libertad política colectiva. Constreñir las bases, y esencia, de la Democracia en leyes de desarrollo de una Constitución es dinamitar su propia génesis.
Es la propia Constitución la que debe regular y fijar sus normas de acción. Es absurdo que la Democracia pueda ser reinterpretada, modificada o sometida por criterios coyunturales o partidistas de quienes están sujetos a ella; aunque sea por mayoría ⅔ y refrendo posterior. Es intolerable que la L.O. 6/85 del Parlamento limite y restrinja al Poder Judicial (aunque éste sea casi un no poder); en realidad fue el epitafio de Montesquieu.
Las leyes orgánicas no son más que el trile político respecto a la Democracia. Por eso no se puede pactar la Justicia, esta potestad del Estado -y las otras dos igual- no deben entrar en el “juego” político. No así los llamados derechos fundamentales cap. 2º del BOE 311/78 -incluso la vida, que ya vemos cómo se respeta (o se burla)- y que no son constitutivos del concepto Democracia.
Que la separación de Poderes quede al albur de traidores a la verdad; que la representación quede pendiente de intereses de grupos o bandos avariciosos de ventajas, mando, influencias y beneficios; que la libertad política quede ahogada por los partidos y sus bastardos y ocultos fines, aplaudidos por sus fanáticas turbas; que todo eso ocurra en España es la contundente evidencia de que no sólo no es una Democracia, es que NO quisieron que lo fuera nunca, ni que se puede lograr dadas las insuperables trabas impuestas, considerando a quienes gritan que “el rey va desnudo” como proscritos (antisistema, subversivo o negacionista en actual lenguaje inclusivo).