En su origen, la identidad del Estado y la Iglesia que condujo al cesaropapismo fue una herejía (la arriana), que más tarde rebrotó en la Reforma; así, de la Iglesia anglicana, el monarca llega a ser su “Gobernador Supremo”. Los reyes, para prevenir estallidos revolucionarios, creyeron que no debían permitir que el pueblo se desvinculase de la religión, ya que “el que se aparta de su Dios terminará por alejarse también de sus autoridades terrenas” (Heine). La religión (salvo en el islamismo) ya no es ese factor del orden establecido que actúa como freno de la rebeldía social, ni constituye a estas alturas aquella pedagogía de la resignación contra la que clamaban los que después iban a consumir su propio opio: el de la utopía. Al pensar que el ateísmo, inseparable de cierta madurez, se deriva ineluctablemente de los conocimientos científicos adquiridos, no se tiene en cuenta el carácter universal e imperecedero del fenómeno religioso. Por mucho que reconforte el sutil sadismo espiritual de tener razón y aplastar con ella al que está poseído por una fe que se nos presenta como puro irracionalismo, la campaña “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida” es de una imbecilidad y puerilidad asombrosas. Al margen de la Semana Santa, hoy en día el tiempo sagrado por excelencia en nuestras sociedades de masas es el de la fiesta, en el que se consumen pródigamente los recursos acumulados durante el tiempo profano del trabajo. Pero el ocio ya no es ese tiempo en el que estamos libres de todas las preocupaciones y actividades propias del proceso vital, y por tanto, abiertos al mundo y su cultura; ahora es tiempo sobrante, que se pasa por pasar -en una recepción pasiva de las diversiones-, o que hay que llenar con los entretenimientos que nos proporciona la industria del ramo. El fin de las vacaciones y la brusca vuelta al trabajo ocasionan trastornos psicológicos de nuevo cuño. La fuente de la alienación e intoxicación políticas, de las fantasmagorías e ilusiones con las que se embauca a la grey votadora, mana de los partidos estatales y de su idolatría mediática. Zapatero ha querido prevenir cualquier atisbo de apatía, manteniendo junto al yunque de la crisis a su remodelado equipo ministerial, en el que esperamos que no surja un Stajanov, y en cambio, aparezca algún Bartleby que prefiera no hacer nada. Zapatero y los nuevos ministros (foto: Partido Socialista)