Es felicidad (foto: aftab.) Normalización La partidocracia ha logrado una proeza inaudita: la normalización. Algo extraordinario, porque los regímenes totalitarios lo desearon y nunca lo consiguieron. Proeza sin par, porque no ha utilizado la violencia física para imponerse. De no ser mentira, se trataría de una creación casi perfecta, pues ha conseguido que la suscripción del régimen sea por convicción, y no por miedo. ¿Quién lo hubiese dicho? Ha logrado también abrumar la historia de un modo sin paralelos. Todo está en tinieblas: es la mejor forma de absorber la cuestión de su origen, hasta hacerla desaparecer. Sí, se habla de una Transición, pero no es de mucha monta. Lo justo para injertar en las conciencias lo ideal de aquel movimiento quieto y razonable, calculado y sopesado, cabal. Ahora vámonos de juerga. Con qué asombrosa anonimidad (nadie), con qué falta tan absoluta de originalidad, puro conformismo, se ha creado la ficción, hoy más fatua que nunca, de que nada nuevo puede surgir en el horizonte. Como mucho, la esperanza de un “gran estadista”. Toda la martingala acerca del fin de la historia viene de aquí, de este enquistamiento, en todos los dominios de la vida, en la impresión de que lo que tenemos es, en realidad, inmejorable. La normalidad realizada. Extraordinario, repito: la partidocracia ha logrado establecer la noción de que la innegable felicidad que todos disfrutamos –si descontamos factores inalterables de la existencia tales como la enfermedad o la muerte, o factores de la vida social, como la ocasional falta de empleo o no tener dos casas y dos coches– era un destino colectivo que no requería más que cuatro conversaciones clandestinas con un régimen dictatorial en decadencia llevadas a cabo por unos héroes-garrulos que han conquistado para nosotros (¡oh afortunados!) un estado de bienestar sin parangón. “Piénsalo”, nos incita el convertido, tras lo cual nos llama la atención sobre la opresión del pasado. “No hay comparación”, concluye. Otra juerga. Para la partidocracia es importante mantener la apariencia de una tensión, como si existiese la política. Es también necesario no pretender ocultar demasiadas cosas, como en las dictaduras, pues una perfección excesiva podría empezar a levantar sospechas. No, no. Todo es normal. Lo verdaderamente importante es que somos felices, y no sólo eso, sino que además somos solidarios y ayudamos a los demás. La exportación de estos valores máximos se produce con la misma convencida inocencia con que aquellos quinceañeros saludaban al Führer. Una de las ventajas de sufrimiento es que abre, o permite la apertura cuando no te aplasta. La sociedad del bienestar no sufre, vive alegremente. Por supuesto que la normalización ni existe ni puede lograrse jamás, por la sencilla razón de que su simulación no puede escapar de que tiene una historia. Una historia y un futuro. Un futuro, un transcedens que permite contemplar su verdadera anormalidad congénita. Caerá esta Unión Europea, caerá la partidocracia. Y caerá aun cuando muchos no se enteren, embebidos en su particular cueva de Montesinos.