José María Izquierdo se explaya en EL PAÍS (“¿Desparpajo? Quia, desvergüenza”, 16 de marzo) contra la impudicia política que ha hecho su agosto en la Comunidad de Madrid, volviendo inviable la exigencia de responsabilidad política a un gobierno que se ha hecho acreedor a fundadas sospechas de comisión de actos ilegales en la utilización de servicios de espionaje. Pero no hay, en el artículo en cuestión, ni el más mínimo atisbo ni intento de poner en solfa las propias instituciones que no solo han permitido semejante atropello, sino que ahora ponen de manifiesto la imposibilidad de una investigación parlamentaria al respecto. No es que la condena moral del desparpajo de los involucrados sea baladí; pero cuando una pretendida moral pública aspira a erigirse en muro de contención contra los abusos de poder, se está reconociendo la impotencia de las instituciones para el logro de tal objetivo. Si la causa del mal es la corrupción personal de los dirigentes, las instituciones quedan a salvo de toda sospecha. Contradiciendo, dicho sea de paso, el concepto mismo de corrupción, que no es producto de la degeneración personal sino manifestación de un fenómeno social.   Esperanza Aguirre (foto: Chesi-Fotos CC) Los monarcas absolutos no tenían más limitación que el temor de Dios; Bolingbroke y Locke lo sustituyeron por el mucho menos divino pero más efectivo sistema de “checks” and “balances”; Montesquieu lo formalizó en la teoría de la separación de poderes: “Si no hubiera monarca y se confiara el poder ejecutivo a cierto número de personas del cuerpo legislativo, la libertad no existiría, pues los dos poderes estarían unidos, ya que las mismas personas participarían en uno y otro”. El cierre apresurado de la comisión de investigación sobre el caso de los espías en la Asamblea de Madrid, por decisión del propio gobierno investigado, ilustra bien el alcance y significado de las palabras de Montesquieu. La pléyade de periodistas y políticos que claman contra la inconcebible corrupción ajena se encuentran en un estadio premontesquiano de la reflexión política, y siguen pensando que los cargos públicos electos habrán de sujetar su comportamiento al temor de la pública reprobación, a una moral pública que hoy reemplaza al temor de Dios de los viejos monarcas, de forma todavía menos efectiva que aquel. Pretensión moralista que malamente oculta una corrupción anterior y más profunda: la de un sistema que ha entregado las instituciones a los partidos políticos sin contrapesos de ningún tipo y ha propiciado la concentración de poderes en el Ejecutivo, ninguneando a unos parlamentos sumidos en la más completa impotencia.

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