En una película de Claude Chabrol, uno de los personajes atribuye a Flaubert la siguiente frase: “Toda la mañana para poner una coma, y toda la tarde para quitarla”. Es de sobra conocida la angustiosa reverencia con la que el novelista se acercaba al folio en blanco y la incansable pugna que mantenía con la escritura para extraer de ésta los frutos y acentos más adecuados. Pero aparte de ese obsesivo afán de precisión que le hacía recaer en la neurosis, Flaubert (sobre todo cuando abandona el lirismo que impregna obras como La tentación de San Antonio) llega a ser uno de los mejores exploradores de esos dominios de la experiencia humana a los que no presta atención la filosofía ni la historia, y que tampoco son interpretados por la sociología o la psicología; esos territorios de la realidad que sólo pueden transitarse a través de la novela. Flaubert reconocía que Madame Bovary había tenido mucha mejor acogida entre los lectores que La educación sentimental debido a que el público reclama a una novela que le dé la ilusión de la realidad, y no, que le haga caer en la cuenta de que la realidad es una ilusión. En efecto, Emma Bovary sueña con la vida mientras Fredéric sueña su vida. Pero donde Flaubert aplica de forma radical la desdramatización de la intriga que llevó a cabo en La educación sentimental (y que tanta influencia tendría en la narrativa del siglo XX) es en la inacabada Bouvard y Pécuchet. Bouvard y Pécuchet abordan distintas disciplinas y recorren diversos conocimientos con insaciable voracidad y una continua voluntad de verificar su exactitud en la práctica. Después de haber fracasado en la agricultura, la jardinería y la fabricación de conservas, los dos amigos comprenden la necesidad de estudiar las ciencias y de emprender, en general, un frenético examen del saber humano. Empiezan por la química y van pasando de las teorías de la evolución a la metafísica, de la geología y fisiología a la religión, etc., experimentando las desilusiones que esperan a los voluntariosos y mediocres aficionados. Del entusiasmo al aburrimiento y de la esperanza a la tristeza, del ensueño de potencia creadora a la realidad del desorden y ruina que los envuelve, los dos hombres acaban confesándose el deseo de volver a ser copistas. Esta novela sobre la degradación del conocimiento y la inanidad del esfuerzo humano muestra cómo tras la sacralización de una ciencia y una tecnología (respecto al infinito número de disciplinas que no entran en su área, los especialistas que pululan en nuestros tiempos no difieren de los idiotas-legos Bouvard y Pecúchet) que no cesan de intentar mejorar nuestras vidas, abre sus fauces la devastación. Así pues, la novela que Flaubert no alcanzó a terminar concluye con el alivio y la satisfacción de los dos compadres copiando en silencio sus ideas favoritas y encargándose de propagarlas anónimamente; estas ideas recibidas existen para ser repetidas sin ser comentadas ni criticadas: el saber ya no requiere ser aplicado a la realidad. A propósito de la esclerosis, después de su hiperactividad, de los dos copistas, viene a cuento lo que decía Flaubert: “El futuro es lo peor que hay en el presente”, y que Sartre interpretaba así en El idiota de la familia: “para un agente pasivo el porvenir no se presenta jamás como algo por hacer, sino por soportar”.