Artículo aparecido originalmente en EL INDEPENDIENTE en SEPTIEMBRE DE 1989

Carta de ultratumba de Tom Paine a la presentadora de TV Olga Barrio

Querida ciudadana: preguntar qué es y para qué sirve la filosofía en ese patio de Monipodio que es la cultura española de la transición, y en pleno mes de agosto, es algo a lo que apenas si se han atrevido vuestras flamantes Universidades de verano. Es valeroso por tu parte haber convocado en tertulia televisiva a cinco profesionales del gremio para ilustrar al desorientado espectador, en particular a jóvenes y estudiantes, sobre la respuesta que hoy deba darse a este problema.

Tu tertulia me pareció buena ocasión para contrastar mis puntos de vista, viejos de doscientos años, con las teorías filosóficas de los hombres de tu país y de tu tiempo, aunque debo confesarte que las respuestas de los invitados me han defraudado.

Todos estuvieron de acuerdo en criticar con aire elitista la conciencia satisfecha y la estulticia de las masas, en traer una vez más a cuento la nietzscheana “muerte de dios” y en negarse a ser catalogados como representantes de la “posmodernidad”, de la que ninguno de ellos quiso, supo o pudo decir una sola palabra clarificadora.

Del mapa de la filosofía española recordaron a Unamuno, Ortega y D’Ors, olvidando a Santayana, que jamás renunció a su nacionalidad española ni a su raíz cultural latina aunque escribiera en inglés. Una de las dos voces cantantes, el catalán Trías, con la discrepancia de su contrapunto madrileño José Jiménez, le perdonó graciosamente la vida a Zubiri.

Al exponer su visión personal de la filosofía, Jiménez la definió elaborando una especie de cóctel de ingredientes tomados de la tradición griega (amor a la sabiduría), del pensamiento débil (actuar de un modo “sinuoso”, por los intersticios que deja el sistema, sin atacarlo frontalmente) y de la tradición marxista (transformar el mundo). Además de sinuosidad, recomendó “distancia y paciencia”.

Desde mis puntos de vista de sentido común, estos ingredientes son solamente compatibles en el burdo sentido en que lo son los libros que se meten en una maleta. Pero pensar que de esa pueril mescolanza pueda surgir algo original o interesante, me parece descabellado. ¿A dónde puede llegar uno, en la teoría o en la praxis, con distancia, sinuosidad y paciencia? ¿Hubieran cumplido con ellas su programa especulativo Platón, Kant o Bertrand Russell? ¿Son tan necias las masas, son tan necios los jóvenes estudiantes capaces de ser atraídos por la filosofía como para tragarse semejante necedad?

La segunda columna pensante de la tertulia, Eugenio Trías, cuya indumentaria facial parece querer mimetizar la de Nietzsche, prefirió definirse por la vía de la elusividad. Para el Zaratustra catalán, el filósofo no tiene más compromiso que el contraído con el lenguaje. Es decir, y en esto parecía coincidir con los demás, nada de preocupación por la ciencia, por la ética, por la política e incluso por la vulgaridad de la masa. Cuando un filósofo se despreocupa de estos campos, se ahorra una cantidad no despreciable de materias por estudiar y obligaciones que cumplir. Nada de cosmología, nada de biología, nada de tecnología, nada de ecología, nada de preocupación filosófica por el comportamiento ético de la persona ni por la miseria y la explotación de los países del Tercer Mundo.

Siendo así las cosas, la única zona residual que le queda a la filosofía sería el punto de vista estético. Pero, ¿qué credibilidad le podría otorgar entonces la gente a un pensador que no fuese capaz de escribir novelas como Unamuno, Santayana o Eco? Uno de los cerebros sensatos de la desanimada tertulia, Carlos García Gual, dijo con palabras claras y sencillas, sin aspavientos de gran sacerdote, que el último reducto de la filosofía es hoy la crítica de la cultura, y que un paradigma de esa crítica es el pensamiento de Foucault. Pero, ¿renunció Foucault, que se vanagloriaba de recoger el legado de Bachelard y Canguilhen, al punto de vista de la metodología científica? ¿Renunció al compromiso ético y político?

Su compromiso con el lenguaje lo dejó más claro Trías al afirmar que estamos en un momento de restauración y no se puede hablar. ¿Cómo osa decir esto un filósofo en un régimen de libertades? Mi única explicación es que lo que entre vosotros es plaga no son sólo los intelectuales de pesebre, como los que firmaron el manifiesto pro OTAN o se manifestaron públicamente contra la huelga del 14 de diciembre. Puede que también sean plaga los intelectuales de antipesebre, tal vez para canjear su silencio por prebendas culturales y editoriales que les consigan, si no el favor del público, sí el de la publicación y el de la publicidad.

En contraste con Argullol, que se mostró sobrio y acertado, Lynch se llevó de calle a la audiencia con su conmovedora e incontenible envidia por la figura de Savater. Espoleado por tan noble pasión, inició un acalorado parlamento del tipo de “pero Bruto es un hombre honrado”, poniendo en lugar de “Bruto” el nombre que le obsesiona. Obraste con sabia prudencia al quitarle la satisfacción de emular a Marlon Brando.

Pero ello no impidió a tu invitado hablar luego del descenso de nivel filosófico en Europa, por ausencia de grandes pensadores, y del fabuloso ascenso del mismo gremio en España, que ha pasado de un nivel cero a un nivel cosmopolita, con la producción de excelentes ensayos filosóficos de altura europea. Corroboró el autoelogio la sentencia de Trías: En España se ha producido una revolución en filosofía.

En la filosofía del siglo XX ha habido macrorrevoluciones y microrrevoluciones. Husserl y Russell iniciaron una revolución gigantesca, y luego Heidegger y Wittgenstein otra no menos grande, cuyos epígonos, al decir de Rorty, son los hoy llamados “posfilósofos”.

Los clásicos distinguían entre el estilo de la filosofía académica, sólida y rigurosa, aunque inevitablemente pesada y a veces incluso pedante, y el estilo de la filosofía mundana, que debe procurar ser amena, aun a riesgo de incurrir en la frivolidad y en la inconsistencia. Quizá los filósofos que se interesan por la ciencia propendan más a lo primero y los filósofos que se interesan por la cultura a lo segundo. La única nota específica que advierto en la revolución filosófica de Trías y Jiménez es, a juzgar por lo que oí, la novedad de conjugar en una sola y misma cabeza filosófica la inconsistencia de la filosofía mundana con la pedantería de la filosofía académica.

Un ídolo común a tus revolucionarios invitados es, no hace falta decirlo, Federico Nietzsche. Releyendo el otro día “Así habló Zaratustra”, volví a echarle casualmente un vistazo a un pasaje del Libro Tercero en que se relata cómo, al llegar a las puertas de una gran ciudad, le salió al paso al profeta del Superhombre un necio “que el pueblo llamaba “el mono de Zaratustra”, pues había copiado algo de la construcción y el tono de sus discursos y le gustaba también tomar en préstamo ciertas cosas del tesoro de su sabiduría”. La respuesta de Zaratustra a las simiescas imitaciones de aquel sujeto no fue menos contundente que la del Hijo del Hombre ante los mercaderes del templo: “¡Tu palabra de necio me perjudica incluso allí donde tienes razón! Y si la palabra de Zaratustra tuviese incluso cien veces razón, ¡jamás con mi palabra tendrías tú razón! Esta enseñanza te doy a ti, necio, como despedida”.

Así habló Zaratustra y continuó su camino, sin volver a dedicarles una sola mirada ni un solo recuerdo al necio y a la gran ciudad. Eternamente.

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