Refiriéndose a la intención del juez Garzón de investigar los crímenes perpetrados por el régimen franquista, Miguel Ángel Aguilar (EL PAÍS, 21 de octubre) se apunta a la ficción ideológica largamente consagrada para la legitimación histórica y democrática de la llamada Transición, señalando que "ahora llega el juez campeador (…), dispuesto a invalidar la transición en aras del justicialismo (…) La invitación de Baltasar Garzón es para que nos avergoncemos del mejor momento de nuestra historia, cuando decidimos defraudar a los hispanistas y comportarnos como ribereños del Báltico en vez de entregarnos a las pasiones suicidas de los ardientes mediterráneos". El sujeto colectivo al que implícitamente se refiere Aguilar fue y es inexistente, y esa presunta decisión o gran acuerdo nacional para la transición pacífica de un régimen a otro es el embeleco al que la propaganda oficial nos tiene habituados. Ni en España existían dos bandos suficientemente grandes y en situación de amenazarse mutuamente, ni los españoles decidieron nada que no estuviera de antemano decidido por el pacto entre las respectivas clases políticas de la dictadura y de la oposición. No hubo otra posibilidad más que el refrendo de una Constitución pactada por unos líderes y apoyada por unas cámaras legislativas a las que los electores no otorgaron poderes constituyentes: este es el déficit democrático de la Transición, por encima de las interminables discusiones ocasionadas por la llamada "memoria histórica", tan olvidadiza en lo que atañe al pseudocambio político acontecido a la muerte de Franco. Aunque todo esto sean obviedades reflejadas en las hemerotecas, se hace necesario subrayarlas. La labor de periodistas e intelectuales dedicados a difundir con fruición los mitos de la transición se parece más a la labor trofaláctica de una madre que introduce la comida ya ensalivada y masticada en la boca de sus solícitas crías que al esfuerzo por describir una realidad prescindiendo de etiquetas. Miguel Ángel Aguilar (foto: Cortes de Aragón)