Sin ningún pudor, el Presidente del Gobierno recibe en la Moncloa al padre de una niña rota. Da unas palmadas en su espalda, está tres o cuatro horas con él, lo consuela, lo ampara. Adiós buen padre, te he escuchado, he mostrado mi compasión condescendiente; ahora, distancia con distancia, responsabilidad, sentido de Estado y lo que me parezca. Entonces, ¿por qué lo ha recibido? ¿Quién es el Presidente para agasajar a ese caballero? Sin el menor decoro, un padre solo en la soledad es invitado a la sesión del Congreso que endurecerá las penas para los pederastas y puesto como ejemplo de ciudadano porque: acepta una ridícula compensación personal; traga con el desprecio institucional que significan tanto la ausencia de ceses, dimisiones o sanciones después de la negligencia que ha padecido como el papel mojado en el que se ha convertido el millón de firmas recogido para que sea instaurada la cadena perpetua; asume la dicriminación hacia quienes padecen problemas mucho más graves, por sistémicos, que el suyo; y, sobre todo porque, al final de su viaje a ninguna parte, se congratula de que la democracia funcione.   Salvo error, fue el show-man don José Navarro quien comenzó a utilizar el dolor para convertir a personas destrozadas en monstruos de feria televisiva. Un padre alicantino sirvió de presa y la constante infamia jurídico-policial a la que nos vemos sometidos, de cebo. Lo que se calificó de basura, ahora se ha convertido en contenido de Gobierno y  programación habitual. Si los medios de comunicación lo airean, se debe utilizar; si el Gobierno lo dice, se debe airear. Qué bien se entienden. Periodistas y políticos metidos a asistentes sociales y héroes policiacos por puro afán de lucro y fama aquellos, de gloria demagógica estos.   Ahora todas las madres creen que un tarado espera a sus hijos en cualquier esquina y piden que se estigamatice de por vida a los babosos que se excitan con la pornografía infantil. Ya no serán capaces de comprender cómo cualquier sociedad que ha conseguido un alto grado de civilización asume cierta impunidad en los comportamientos grotescos que ella misma ha relegado a la excepcionalidad, pero admitirán encantadas la impunidad institucionalizada de aquellos que administran nuestras vidas. Si los medios de comunicación concedieran al asesinato de infantes la verdadera importancia cuantitativa que tiene, los intereses que representan perderían la veta más productiva que trabajan, el Gobierno y la Oposición sus carteles más lucidos y la morbosa estulticia española el tema de conversación del verano. Sí, la impunidad que disfrutan explica este mercadeo de tristeza, despreciar al ser humano es fácil cuando la ciudadanía es condición exclusiva de quienes detentan el poder y de aquellos pocos miles de personas que pueden influir en sus decisiones. Los esclavos seguirán linchando espantajos mientras temen la venida de una nueva plaga mediática. A fin de cuentas, ellos deciden quiénes gobiernan y qué programas ven, ¿no?

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí