Creo firmemente en que aun no siendo a veces responsables de lo que nos ocurre, siempre lo somos de la gestión que hacemos de ello. Hay ocasiones en las cuales, bien de forma fortuita, bien intencionada, pero escapando a nuestro control, nos encontramos en la vida con situaciones adversas que no pudimos prever o evitar. Está bien. El problema es cuando, teniendo la opción de hacer algo al respecto, permitimos que esa situación llegue a mayores o tenga efectos más duraderos o perniciosos de los que hubiese tenido si la hubiésemos solventado de modo eficaz con las herramientas y habilidades con las que contamos.
Pondré un ejemplo muy simple para ilustrarlo. Supongamos que no me siento confortable con mi puesto de trabajo. Puede que no se me valore como merezco, que el jefe o los compañeros me hagan la vida imposible, que no me sienta realizada con la labor que desempeño o que el sueldo sea miserable.
Ante esta situación puedo resignarme, amargarme cada día un poquito más y que mi vida siga siendo un infierno, teniendo como única vía de escape los improperios que profiero contra toda la empresa cuando nadie me escucha. Mala gestión de la situación.
O puedo aceptarla como una realidad, pero intentar cambiarla: buscar otro trabajo mientras intento modificar las condiciones en el mío, hablar con jefes o compañeros, pedir otro destino, o simplemente realizar pequeños cambios de rutina que hagan más llevadera mi situación. Tal vez con estas medidas mi vida no dé un giro de 180 grados, por lo menos a corto plazo. Pero lo que es seguro es que no me estoy dejando llevar. Lo que hago es tomar las riendas, el control, sin victimizarme.
Extrapolemos ahora esta situación individual a un colectivo: la sociedad civil.
Al formar parte de un grupo es a veces muy fácil dejarse llevar, y que otros tomen las decisiones y la iniciativa. Por eso tardamos más en reaccionar y darnos cuenta de que, como sociedad civil, somos víctimas en manos de expertos maltratadores.
Así es. Maltrato. Nos tratan mal. Y nos convierten en víctimas. Como son muy ladinos, han ido haciéndolo tan poco a poco que para cuando queremos darnos cuenta estamos anulados. Muchos de nosotros, por ejemplo, ni siquiera habíamos nacido, no éramos ni proyecto de cigoto, cuando el pueblo español ratificó la Constitución del 78. Aun así, es la cúspide de nuestro ordenamiento jurídico y nos vemos obligados a acatarla. Y además es prácticamente inamovible, puesto que, al ser una constitución de las denominadas «rígidas», cuenta con unos mecanismos de reforma, sobre todo en las cuestiones de más trascendencia, tan complicados que la hacen inviable a nivel práctico, ya que entre otras cosas requeriría de la disolución de las Cortes. Y a ver quién se levanta del sillón una vez retrepado en él…
Pero eso no es todo, ni mucho menos. Nos van privando de derechos y libertades, consiguiendo con nuestro sometimiento fortalecer su dominio. Pero lo van haciendo, aunque cada vez con menos miramientos, de forma pausada y sutil.
Hasta la roca más dura acaba cediendo ante la gota implacable. Hasta las personas más leales, honradas, luchadoras, acaban sucumbiendo ante la corrupción social, cultural, mediática.
Hemos llegado a un punto en el que parece que la honradez de los políticos debe ser ensalzada como una muestra de fortaleza y autocontrol. En el que la unidad de pensamiento y la hegemonía cultural se contemplan como única opción. En el que nos hacen creer que se derriban barreras, cuando tan solo las cambian de lugar.
Y como víctimas que somos parece que incluso desarrollamos un cierto síndrome de Estocolmo, y miramos con horror la situación internacional, llena de aberrantes dictadores… y olvidamos que, como decía Antonio García-Trevijano, un dictador no es más que aquel que hace imposible el control de su poder.
Nos conformamos con las migajas de lo que por derecho nos pertenece. Sentimos temor ante las leyes que con nuestro tácito consentimiento se crean de manera arbitraria por seres cada vez más ajenos a nuestra realidad, más ignorantes de nuestras necesidades.
Son muchos los disconformes, sí. O por lo menos los incómodos. Son los peores. Porque por mucho que se quejen, se resignan. No ven salida. «Las cosas son así, nunca cambiarán, hay que soportarlo…». Mala gestión.
Menos somos los que no nos resignamos. Aceptamos, ya que no queda otra, pero sabemos que hay opciones. Intentamos cambiar aquello que no funciona, que nos hace infelices, que nos coarta. Pero somos pocos, y actuamos sin unidad. Es la sociedad civil la que debe reaccionar, puesto que siendo tan pocas las voces discordantes se subliman ante la tronante algarabía de los mansos, los victimizados.
Tengo la esperanza de que un día ese poquito de más que nos aprieten sea demasiado. Que la sociedad civil se plante y se vea la fuerza de muchos contra la de unos pocos. Que no tengamos que luchar por lo que es nuestro. Que comiencen a surgir más repúblicos.
Tengo la esperanza de que algún día dejemos de soportar a los políticos que nos merecemos y sean ellos los que deban ser dignos de nosotros.