No es necesario un elevado grado de erudición o estudio para poner de manifiesto la naturaleza mentirosa y manipuladora de una partidocracia que, por haber entregado sin reservas la gestión del poder a los partidos políticos, no ha hecho más que exasperar, haciéndolos extensivos a las propias instituciones pretendidamente representativas, los vicios y taras inevitables de unas organizaciones cuyo fundamento constitutivo es la disciplina. Un somero repaso a la doctrina oficial difundida por los medios de comunicación afectos al Régimen, permite comprobar hasta que punto se ha aceptado sin reservas la confusión entre Estado, Gobierno, Grupo parlamentario y Partido. Y se ha hecho hasta el extremo de asumir, en las instituciones estatales, reglas de funcionamiento que, si son lícitas, solo pueden caber en los partidos políticos, nunca en unos órganos de pretendida legitimación democrática.   Esta situación es un circuito de realimentación positiva que fomenta el descontrol del poder en la misma medida en que ahonda la sima del caudillismo propio de unas organizaciones obligadas, por el artículo 6 de la Constitución Española, a adoptar una estructura y un funcionamiento democrático. Lo cual prueba, al mismo tiempo, tanto la mentira del propio precepto constitucional como el efecto catastrófico de convertir a los partidos políticos en instituciones estatales. Para ejemplificar el desastre, es suficiente con acudir a las hemerotecas, o a los archivos audiovisuales de las grandes cadenas:   En 1995, don José Luis Corcuera, entonces ministro del Interior, entrevistado sobre los problemas por los cuales funcionarios y ex funcionarios de su ramo se encontraban encausados por presuntos delitos de colaboración con banda armada y malversación de fondos públicos, manifestaba que él tenía “el deber de defender” a los suyos; sabía, mejor que nadie, que esa respuesta, aun siendo una tropelía desde el punto de vista legal, podía darla en la misma medida en que el público tenía interiorizada –el peso de la costumbre pasa factura- la virtud de la disciplina y el deber de jefes y súbditos de protegerse mutuamente: en suma, el estólido y cerrado corporativismo que se opone, por naturaleza, a la regla más elemental de control del poder. “Los suyos” es, aquí, una categoría desprovista de cualquier contenido discernible: como la pertenencia a una fratría, a una secta, o, mejor dicho, la ciega incondicionalidad de la hinchada futbolística en la defensa de “sus” colores. Los militantes y simpatizantes que acudieron a la cárcel de Guadalajara a manifestar su “solidaridad” también contaban con la costumbre de unos modos y maneras de proceder propios de un sistema para el cual, el control del poder, fuera de las instancias judiciales, es una pura entelequia retórica. Mejor que nadie lo sabía Felipe González cuando remitía la petición de responsabilidades a la emisión de la correspondiente sentencia judicial: es decir, eliminaba, lisa y llanamente, el propio concepto de responsabilidad política.

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