La Transición realizó, mediante la Reforma, una síntesis política entre lo dado de modo inmediato por la dictadura a la conciencia ingenua del poder -común a gobernados y clase dirigente a causa de la falta de libertad de pensamiento-, y lo puesto de modo deliberado por la conciencia reflexiva de los hombres del Estado y de los partidos ilegales de la oposición. Más profunda y menos consciente, la conciencia ingenua se reflejó y cristalizó en el Consenso político. Mientras que la conciencia reflexiva lo hizo en la Constitución. Como ésta derivó de aquél, lo dado o impuesto por la situación anterior comunicó su esencia constitutiva a lo puesto con una Constitución construida, en nombre de la libertad, sobre el suelo firme de la dictadura.

La Reforma desorganizó la forma del Estado autoritario que la engendró, pero respetó los fundamentos antidemocráticos del poder estatal. Por su parte, el Consenso confundió en un abrazo a los antiguos adversarios mediante una síntesis ingenua y emocional que, en lugar de superar la contrariedad radical existente entre ellos, con una nueva tesis opositora de contrarios, transformó llanamente la anterior oposición al poder sin control, en una posición compartida de poder incontrolado. Lo puesto por la Constitución resultó ser así, como no podía ser de otro modo, una nueva posición o colocación de los partidos en la estructura de poder del Estado. De esta manera brutal, pero eficaz, lo opuesto a la posición estatal de los partidos sólo podría ser ya, como en la dictadura, lo puesto por el terrorismo o la subversión.

Desde el punto de vista del poder político, la Transición no ha realizado un cambio de naturaleza sustancial en las relaciones de mando gubernamental, y de obediencia gobernada, pero sí un movimiento traslativo de los partidos constitucionales desde la Sociedad al Estado. El cambio político en la Sociedad civil sólo afectó a las relaciones jurídicas nacidas de la conversión de las libertades personales en derechos subjetivos. Por eso, lo puesto por la Transición en la Sociedad tiene carácter verdaderamente liberal y progresista. Mientras que lo puesto en el Estado, la oligarquía de partidos, es antidemocrático y reaccionario. La ignorancia de lo que es libertad política colectiva, junto a la propaganda democrática del Estado de partidos que se construyó accidentalmente en los países europeos, como emergencia de la derrota bélica del nazifascismo y la previsión de guerra fría, han permitido que las libertades civiles califiquen de democracia política a la oligarquía de partidos estatales vigente en Europa. El precio que se está pagando en corrupción y desesperanza, por mantener esta ficción política, que sin guerra fría ha dejado de ser utilitaria, es demasiado alto.

Sin oposición, las cosas naturales tienden a ponerse en su lugar propio. Las de la ambición, a poner o sentar un nuevo mundo al que ocupar. Sin oposición, la ambición de partido consiste en ponerse básicamente a sí misma como existencia constituyente del mundo político, en autoponerse como necesidad constitutiva de la única realidad política. El sentimiento de esa necesidad es el de su libertad, negadora de cualquier otra libertad distinta de la de partido. Al ponerse a sí misma sin oposición, la esencia de partido implica la imposición de una vida política coercitiva a la existencia individual y la ponencia de una visión partidista a la existencia colectiva. Lo puesto con el Consenso extirpó de raíz toda posibilidad de ponencia y de ser ponente en la persona individual; negó la ponencialidad de la conciencia que, al decir de Ortega, «es lo más constitutivo de toda conciencia». Lo puesto en el Estado por la Transición implicó lo impuesto, es decir, lo no puesto, a la Sociedad. Libertad de ponencia en la vida pública y personalidad moral.

*Publicado en el diario La Razón el 5 de febrero de 2001.

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