Los hechos y los enunciados son falsos cuando no corresponden a la realidad, no porque sean falaces. Decir, por ejemplo, que las libertades constitucionales fueron conquistadas por el pueblo es una mentira, pero no una falacia. Para que haya falacia tiene que haber apariencia de argumento. Decir que la Monarquía fue elegida por los españoles porque refrendaron la Constitución monárquica, eso sí es una falacia, no una mentira. Y una falacia categorial. Pues el sofisma consiste aquí en unir, con una conjunción causal, dos categorías de diferente realidad moral: el acto de elegir, que presupone propia libertad de elección, entre varias opciones elegibles, y el acto de refrendar, donde se suplanta la libertad de elección con la libre conformidad a una decisión ajena que no permite otra opción. El discurso público de la transición, a fin de tapar la mentira de que a la dictadura sucedió la democracia, se ha tenido que construir con una serie concatenada de falacias, sin permitirse una sola concesión a la expresión de lo verdadero. En este sentido, la palabra que invade el espacio público actual es tan falsa como la de la Dictadura. Pero no lo parece a causa del crédito que le otorga, dentro y fuera de España, el discurso convencional del poder extranjero.
Como el rosario de sofismas de la Transición es interminable, no puedo hacer más que reducirlo aquí a sus tipos fundamentales de falacia. En el artículo anterior traté de la falacia naturalista, la que deduce un «debe» moral de un «es» fáctico, para fundar en ese paso en falso todos los oportunismos. La falsedad contraria la produce la falacia idealista, o sea, la que deduce un «es» de un «debe». Lo que «debe ser» está siendo, es o será. La vemos en la base de la filosofía de Fichte. Aunque no en estado puro. Pues en ella, la esforzada hazaña del yo autoactivo tiene que mediar para que el «debe» pueda pasar al «es». Es ejemplo típico de tal falacia, en el discurso de la Transición, el razonamiento sobre la separación de poderes en general, y la independencia judicial en particular: si la conciencia del magistrado «debe» ser libre para sentenciar, la función judicial «es» independiente. Este contumaz absurdo, anclado en la tradición de cortesía hacia los operadores en conciencia (sacerdotes y jueces), no cede ante las evidencias que lo contradicen a diario.
El discurso de la Transición se basa además en la falacia llamada genética, pues deriva la excelencia de la Reforma de las dotes del Rey y Suárez, o el vigor de la teoría constitucional, de la inteligencia y previsión de los padres fundadores, sin mirar al contenido normativo de las Leyes políticas. La falacia genética llegó a su apogeo en el caótico discurso del gobierno socialista. Lo falaz consistió en deducir la justicia o bondad de los actos de gobierno, no de su sentido objetivo ni de sus consecuencias previsibles, sino de la cualidad justiciera o bondadosa que los demás, o incluso el propio actor, atribuían al agente del mismo: «todas las decisiones de este gobierno son justas y progresistas porque las tomamos nosotros, que somos socialistas». La retórica de Felipe González fue tan carismática para las masas ignorantes, y tan adecuada al cinismo demagógico de las clases especulativas, porque nunca salió de esta falacia genética.
Quedan, por fin, las falacias más abundantes en nuestra cultura, los sofismas formales, los que produce el razonamiento vulgar cuando afirma, como premisa, el consecuente que se debe demostrar (esto es democracia, luego hay libertad de expresión y separación de poderes), o niega, como conclusión, el antecedente del que se debe partir (el terrorismo carece de causa política, luego es criminalidad vulgar). Como hongos a la umbría de rancia arboleda, las falacias de la transición, que nunca se cometen contra lo establecido, brotan en opiniones que nacen a la sombra del poder.
*Publicado en el diario La Razón el lunes 5 de marzo de 2001.