Durante 36 años y medio, España estuvo notada por la autoridad personal de Franco, y connotada por la represión institucional de la libertad. Ahora, lo notable de España no está en la persona representativa del Estado ni en las instituciones de Gobierno, sino en el «milagroso» proceso de poco más de 4 años y 4 meses que las engendró, en el seno de la dictadura, sin haber sido concebidas por la libertad política. Engendro tan notable que no admitía ser bautizado con nombres de un solo apelativo.
A la apertura liberal del Régimen había que designarla con una voz culta que significara a la vez algo principal, las libertades, y algo secundario, ser otorgadas, discriminadas y limitadas por la dictadura. O sea, con un nombre connotativo. Pues, en nuestro idioma, el verbo «connotar» conserva la dualidad designativa que le dio Guillermo de Occam.
La «Transición» es connotativa de un cambio político desde la dictadura a la «democracia de partidos», donde lo principal son las libertades y lo accesorio el carácter otorgado y limitado de las mismas.
La tarea de definir la Transición consiste, pues, en explicitar las connotaciones que implica y la clase de relación que las une. Dada la subyacencia de la dictadura en el motor y la dirección del cambio político, los historiadores hagiógrafos y agiotistas de la Monarquía huyen del compromiso que supone la definición connotativa de la Transición, mediante el conjunto de notas que la determinan o significan, y no por las descripciones denotativas que solamente la describen o señalan. El método que yo estoy siguiendo, para conocer y comprender la Transición, es parecido, no igual, al de Stuart Mill. Pues, a diferencia de lo que ocurre con los fenómenos naturales, donde el conjunto de sus características necesarias los definen, los fenómenos históricos piden ir, más allá de sus definiciones connotativas, hasta llegar a explicaciones que incluyan y den sentido a sus características no necesarias. Eso distingue la definición de la comprensión. Lo diré mejor con ejemplos.
La mentira en los hechos y la falsedad en el discurso oficial son características necesarias de la Transición. Sin mendacidades, falacias, consenso informativo y pacto de silencios, el proceso de cambio no podría haber sido dirigido desde el Estado, ni ser presentado como una procesión desde la dictadura a la democracia.
El engaño a los gobernados tuvo tanto valor en el proceso, y en su resultado, como la relación de fuerza entre los aferrados al inmovilismo institucional y los partidarios de la libertad. Unos y otros tuvieron que recurrir al fraude, en las formas, y al autoengaño, en las conciencias, para abrazarse en el consenso fundacional del Estado de partidos.
Lo mismo cabe decir de la demagogia institucional en el tema autonómico. Sin Tarradellas y sin café para todos, la Transición no sería lo que ha sido.
La mentira, la falacia, el consenso informativo, el silencio sobre el pasado y la demagogia constituyente de las instituciones, son características necesarias que definen la Transición, junto a las libertades otorgadas con derechos individuales y a la ausencia de libertad política en la determinación del Poder.
No tienen esa categoría definitoria los fenómenos que acompañaron al proceso de cambio político (terrorismo, manifestaciones, paro, liberación sexual, delincuencia) como hechos concomitantes, ni los que lo siguieron después (23-F, corrupción institucional, nacionalismo separatista, GAL, huelgas, privatizaciones) como hechos consecuentes. Pero su conocimiento es indispensable para saber la naturaleza y el valor de la Transición.
Lo denotativo, la describe. Lo connotativo, la define. Lo concomitante, la hace comprender. Lo consecuente, la valora. Sin tal diciplina mental, sin compromiso con la verdad, las historias de la Transición son propagandas hagiográficas de un «milagro» de Rey.
*Publicado en el diario La Razón el lunes 26 de marzo de 2001.