Giorgio de Chirico residió en Ferrara -cuyo terremoto de 2012 nos dejó imágenes como la del reloj semiderruido de un campanario, verdadero símbolo de lo que tratamos aquí-, en los años de la Primera Guerra Mundial, y su paisaje arquitectónico y ciudadano se sumó a las influencias florentinas, turinesas y parisinas que integran los inquietantes fondos de sus obras de tal periodo: grandes arcadas blanquecinas, muros sinuosos de ladrillo, estatuas sedentes, torres lejanas adornadas de relojes difusos… arquitecturas severas de problemática geometría sobre las que puntúan las sombras de misteriosas figuras bajo un horizonte verdoso y helado, congelado como el de los sueños. En una de sus obras más representativas, Las Musas inquietantes (1918), aparece al fondo el palacio de la familia de los Este en Ferrara, que queda perfectamente integrado en el collage onírico que caracteríza a los cuadros pintados en dicha ciudad por De Chirico. Tuve la suerte de poder contemplar este cuadro hace unos años en una exposición sobre el surrealismo que se realizó en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Era la pieza central de la muestra (abría, de hecho, su recorrido), y sobrecogía el vigor de su colores, y su evocadora fuerza visual. Recordé entonces una de las primeras exposiciones que se organizaron en el Museo Guggenheim de la capital vizcaína sobre las vanguardias de los comienzos del s. XX, donde me sentí un tanto decepcionado al ver cómo habían envejecido (e incluso depauperado) algunas obras, demasiado atadas, incluso en sus materias primas, al color de época.
De Chirico es uno de esos artistas que se caracterizan por haber creado un mundo artístico propio, paraíso del que, sin embargo, pueden verse expulsados por la espada flamígera del Ángel de la Inspiración; un regalo divino que se escurre entre las manos, algo que se da y que se quita sin, quizás, otra posible explicación. De tal suerte, en las décadas siguientes De Chirico se repite a sí mismo, y su autoproclamado retorno a los clásicos de la pintura constituyó una huida hacia adelante.
Antonio García-Trevijano lo considera como representante de la “alternativa fascista a la abstracción comunista” surgida de la vanguardia futurista: “La pintura metafísica del reaccionario De Chirico prefiguró, en evocaciones de la ciudad ideal cuatrocentista, el orden silencioso del espacio público en el Estado total de Mussolini. Aun sin Sironi, el estilo metafísico meteria la ideología fascista en el arte italiano” (cf. Ateísmo estético, arte del siglo XX, p. 219), concluyendo que: “pese a la deshumanización de sus vistas de palacios, desde plazas jalonadas de frías esculturas, como la “Musa inquietante” [sic] de 1918, De Chirico era un pintor de mucho talento”. (Ibidem, p. 220).
En mi infancia y primera adolescencia, esta pintura (llamada metafísica por Apollinaire, si no recuerdo mal, aunque sería más acertado llamarla onírica) ejerció sobre mí, niño que se extasiaba ya ante los misteriosos dibujos de OPS, que bebía en De Chirico y Max Ernst, un enorme poder de sugestión. Compré su novela Hebdómeros, publicada en Ediciones del Cotal, de quien también compré en la época los Manifiestos y textos futuristas de F. T. Marinetti. Conservo este libro, pero perdí aquél, lo cual sigo lamentando. En él De Chirico verbalizaba ese mundo de imágenes que constituía su particular universo artístico, bello pero limitado en cuanto a desarrollos y, tal vez sobre todo, en sentido.