Inauguración de las Cortes constituyentes (foto: iesluisvelez) La transición hacia la dictadura A muchos de quienes, como espectadores, asistimos, verdaderamente interesados y conmovidos, a los acontecimientos que sucedieron tras la muerte de Franco, nos llamó poderosamente la atención que la palabra con que se quiso designar ese período de paso, lleno de esperanza e incertidumbre política, «transición», siguiera empleándose, también, para describir el tiempo que vino después. Pues si lo que supuestamente se trataba de obtener, tras la desaparición del dictador, era un régimen político democrático y de libertades, es decir, «la democracia», habiendo sido ya promulgada la Constitución de 1978, que presuntamente la consagraba, el término parecía sumamente inapropiado e incoherente para designar la nueva realidad política. ¿Cómo era posible que se siguiera hablando de «transición» una vez pasados aquellos momentos, habiéndose logrado ya el objetivo previsto de «transitar» –milagrosamente, por cierto– desde el franquismo a la democracia?   Vino el segundo gobierno de Adolfo Suárez, tras las primeras elecciones de «la democracia» celebradas en marzo de 1979. Y resultó que la transición –¿hacia dónde, hacia qué?– continuaba. Luego se produjo el golpe de Estado, «el 23 F», de 1981, que sirvió para franquear las puertas del gobierno al partido socialista de Felipe González, afirmándose que, por fin, con la llegada de la izquierda al poder, aquella mutación había terminado. Algunos prefirieron, sin embargo, retrasar su incontestable final al tiempo de la entrada de España en el Mercado Común en 1985, otros, su innegable desenlace, a 1986, cuando el referéndum de la OTAN. Siguieron interminables años de complicaciones, tropiezos, corrupción y crímenes de estado –descritos como producto de la «inmadurez de la democracia»–, que facilitaron finalmente el advenimiento del Partido Popular de José María Aznar, en marzo de 1996. Definitivamente, y a la tercera va la vencida, la derecha «auténtica» venía a gobernar y certificar que, como reconocieron muchos, se había acabado por fin el dichoso y sempiterno proceso político.   Mas, al parecer –dijeron voces muy autorizadas–   era   necesario  que  volviera   a gobernar el partido socialista, tras los 8 años de aznarismo, hito con el que concluiría la consolidación de una democracia «todavía joven e inexperta». Para ello fue imprescindible que se produjera el más asqueroso crimen del prolongado período –histórico y político– bautizado y confirmado con insulso nombre de mujer itinerante e insatisfecha, Transición. Aquellos horrorosos atentados, sobre los que ignoramos todo lo principal por habérsenos ocultado; arteramente manipulados por el más protervo personaje del partido de la oposición, el cual parecía condenado a permanecer en ella per saecula saeculorum, debido al eco persistente de sus crímenes y desafueros de etapas anteriores, daba alas nuevas, en 2004, al inagotable proceso. «Nuestra endeble democracia está en peligro, España se merece tener un gobierno que no le mienta». Y allí estaba la verdad socialista en estado puro –encarnada en Zapatero y Rubalcaba– para procurarle su merecido «democrático», todavía en época de transición, a nuestra afligida patria.   Ahora, sin margen para la duda, podíamos dar por hecho que la Transición –esa fémina intransitiva y escurridiza– había alcanzado su meta final, aunque, naturalmente, no todos los analistas políticos estuvieran de acuerdo y algunos pronosticaran que sería preciso el transcurso de varios lustros o décadas más para que aquella doncella –ya matrona–, de tan dudosa reputación como incalculable edad, alcanzara la mayoría de edad y, con ella, la conclusión de tan prolija metamorfosis.   Al fin, hace pocos días, el decreto del Gobierno para militarizar al cuerpo de controladores de vuelo, la proclamación ulterior del «estado de alarma» y las represalias tomadas contra dicha colectividad, el enigma ha sido descifrado. El cargante y perenne proceso –siempre en marcha, sin propósito aparente y hacia un fin misterioso– ha concluido. El tren ha llegado a su destino y la estación terminal ha sido bautizada también con nombre de mujer, el que verdaderamente le corresponde, el más horrible y soez de todos: «la Dictadura». Rubalcaba, Pepiño y Bono, lumbreras de la Transición lo han dicho: «el que le echa un pulso al Estado siempre lo pierde». Por ahora.

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