Un barrido analítico sobre los hándicap de la gobernanza política mundial induce a conocer sin error posible, que la política entendida del modo tradicional sufre una crisis crónica sin precedentes. Basta estudiar un poco las situaciones de los diferentes países de la Comunidad Internacional para constatar tan trágica realidad. La sociedad postmoderna se caracteriza por los principios del cambio continuo y de la "diversidad social" auxiliada esta a su vez por la expansión universal de los medios de comunicación y la tecnología. Estos principios han operado una serie de movimientos socio-culturales y económicos que han provocado la “ruptura de las fallas” que ligaban la política a la ciudadanía dentro de la ciudad. El desinterés y la animadversión del sujeto social hacia la red política que cubre su comunidad catalizan la deslegitimación de la acción ciudadana que se convierte así en una herramienta incapaz de plantear soluciones a la vida en común.   La meta de la política desde la antigua Grecia, era organizar la “polis” mediante un sistema de haberes y normas riguroso para que florecieran la paz y la felicidad. Si cambiamos el contexto a la actualidad, bien podríamos decir que el objetivo sigue siendo que el de aquella época. No obstante, la problemática de la acción política ahora radica en el provecho privado que ejecuta hoy el político en detrimento del bien público, es decir, la política partidista que despliegan los diferentes agentes del Estados de Partidos son por sí mismos excluyentes.   Decía el filósofo de Egina que en su Estado ideal solo gobernarían los ricos, no en oro, sino en sabiduría y virtud. Todo lo opuesto a lo que hoy acontece en nuestras comunidades. Si observamos a gran parte de la casta política, ya sea a nivel nacional o internacional, vemos, por un lado, políticos poco preparados pero totalmente fanatizados y sin capacidad alguna de gestión; por el otro, magnates arrimados al poder político para inclinar la balanza del lado de sus intereses económicos. De esta guisa de mequetrefes manilargos y rémoras metidas a políticos obtenemos una porción de la desencantada realidad social que nos envuelve. La otra porción la obtenemos del silencio e indiferencia que la ciudadanía mantiene ante los poderes que hilvanan el régimen, con los cuales sobrelleva su existencia.   Si la política incuba en su origen su propia problemática debido al no reconocimiento del “otro”, también incuba el beneficio de finalmente tener que aceptarlo como tal. Cuando las sociedades avanzan presentan una cohesión interna que les obliga en el deber común, pero no parece ser esta la tónica en estos tiempos de nihilismo político donde cada facción arroja sus obsesiones de poder del modo más lesivo posible sobre su contrario, propiciando así un clima apolítico que puede desencadenar en desagradables involuciones sociales.   La obtusa gestión política y económica ha sido la verdadera causa de la situación de emergencia que vivimos en estos días. Y es que lo evidente es la crisis de la política tradicional de partidos y su agotado método de falsa representación social.   Cuando la política no se convierte en la solución sino en el problema, una reflexión profunda ha de recorrer toda la sociedad para reconocer el “atasco” y establecer los mecanismos de acción acertados que encaminen a la armonía política o república. De lo contrario, la política siempre será el problema.

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