El autor niega que sean las razones éticas y morales aludidas por Felipe VI en su discurso de Navidad las que eviten la vuelta a España del rey emérito.
Después de escuchar el discurso de Nochebuena de Felipe VI seguimos sin tener claro por qué su padre tuvo que abandonar España y, lo que es más grave, aún no puede regresar a su país.
La alusión implícita de su hijo a la conducta más que evidente, por parte de su progenitor, contraria a la ética y a la moralidad no justifica, por sí sola, una medida tan desgarrada como es la de un destierro de carácter permanente de una persona mayor con graves problemas médicos, además de la prohibición, esta sí explícita, de no poder regresar a su patria, como cualquier otro nacional con su pasaporte en regla, hasta que su presencia deje de enturbiar los intereses personales del actual rey y de la institución que representa.
Porque es aquí donde se encuentra el quid de la cuestión. Al contrario de lo que Felipe VI manifestó en su alocución navideña, el problema en estos momentos no es de índole moral o ético: lo que Juan Carlos I supone para su hijo es una contrariedad de tipo político. Y como tal contratiempo a sus intereses, las decisiones que se adoptan a este respecto son de tal característica: únicamente responden a réditos institucionales y personales de poder.
Porque si nos ponemos a hablar en serio de ética y de moralidad, el actual monarca tendría que explicar varias cosas. La primera de ellas, qué respuesta activó cuando tuvo conocimiento de la relación más que peculiar de su padre (amor y negocios) con Corinna Larsen (con residencia conocida de ella dentro del complejo de la Zarzuela en un pabellón cuya rehabilitación costó más de 3 millones de euros a las arcas del Estado).
Como también tendría que justificar, al haber reconocido que fue el 5 de marzo de 2019 cuando él tuvo conocimiento de su designación como beneficiario en caso de fallecimiento del rey emérito de sus cuentas opacas, por qué tardó 376 días en reprobar públicamente a su padre, retirarle su asignación y apartarse de su millonaria fortuna, una vez que el escándalo había sido ya publicado en varios medios extranjeros (The Telegraph y Tribune de Genève).
Hay que recordar que, durante este periodo, fueron muchas las actividades en las que participó el rey emérito, algunas de ellas oficiales, acompañando a Felipe VI (Encuentro COTEC Europa 2019 en Nápoles el 7 de mayo de 2019, entre otras), cuando éste ya sabía que su padre le había designado heredero de cuentas millonarias de origen irregular y ocultas a Hacienda.
Y, para más inri, Juan Carlos I se sometió en agosto de ese mismo año a una operación de corazón que, de haber tenido un desenlace luctuoso (nada descartable, dada su edad y antecedentes médicos), hubiera puesto en marcha la condición de heredero de su fortuna oculta a favor de su hijo Felipe VI.
De la misma manera que, por cuestiones éticas y morales, no vendría mal que Felipe VI explicara qué conocimiento tuvo del pago de la mitad de su viaje millonario de novios en 2004 por parte de un empresario sin actividad, señalado como presunto testaferro de su padre, al mismo tiempo que aclarase quién pagó el restante 50%.
Y así podríamos seguir en relación a más cuestiones contrarias a “los valores éticos que están en las raíces de nuestra sociedad” y que “los ciudadanos reclaman de nuestras conductas” tal y como él defendió en su alocución de Nochebuena, de las que él, cuanto menos, no estaba alejado. Al menos física e institucionalmente.
No, no es cierto. No son cuestiones de principios las que explican la ruptura formal de Felipe VI con Juan Carlos. Éstas incluso explicarían todo lo contrario: la ética y la moral sí rigen y justifican la relación y asistencia de un hijo con su padre por muy sinvergüenza que sea (o viceversa). Más cuando, gracias a ese padre uno es rey; además se trata de una persona mayor con graves problemas de salud, y la imagen del país se ve afectada al ser un ex jefe de Estado que se encuentra dando tumbos fuera de España.
Nos encontramos, por tanto, ante una cuestión exclusivamente política, de defensa de una institución y de la persona que la representa. De ahí que, sobre este tema, sea todavía más incomprensible la actitud del socio del Gobierno de coalición, Podemos y su vicepresidente Pablo Iglesias, que no cesan de aparentar un ataque a la monarquía y a la persona de Felipe VI por la actuación irregular de su padre, cuando tienen, dentro de las atribuciones del Gobierno al que pertenecen, una decisión que sí significaría la plasmación de un reproche moral y ético hacia la persona de Juan Carlos I. Y ésta sería la retirada del título de rey honorífico que por decisión del Gobierno de Mariano Rajoy se adoptó en junio de 2014 a favor de Juan Carlos de Borbón.
Mientras tanto, los ciudadanos nos veremos obligados a seguir asistiendo a esta tragedia dinástica, donde los Borbones históricamente han aprendido muy bien sus papeles de desencuentros personales, con el único objetivo de salvar lo que ellos consideran que es su negocio familiar.
Por lo demás el discurso de Nochebuena de Felipe VI respondió en lo general, como no podía ser de otra manera, a los intereses del Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias y a las medidas adoptadas durante la crisis de la Covid-19: ni una mención a las decenas de miles de personas mayores fallecidas durante el caos en la gestión de la pandemia en las residencias de ancianos; tampoco una sola palabra en favor del turismo y la hostelería (los sectores económicos más afectados por la pandemia en nuestro país); ni mucho menos una alusión a los centenares de miles de trabajadores que, afectados por los ERTE, viven en la incertidumbre respecto a su futuro más inmediato.
Felipe VI salió metafóricamente al balcón de las 8 de la tarde del anterior confinamiento y se dedicó a aplaudir y elogiar el trabajo desarrollado por sanitarios, cuerpos de seguridad y fuerzas armadas durante la pandemia. Algo necesario pero insuficiente para una crisis de tal magnitud.
Lo que sí resulta paradójico, dadas las circunstancias, es la alusión extensa y remarcada del rey a los triunfos obtenidos gracias a “nuestro sistema de convivencia” basado en nuestra Constitución, “fundamento de nuestra convivencia social y política; y que representa, en nuestra historia, un éxito de y para la democracia y la libertad”.
Éxito no para todos y, según lo visto, menos para su fundador. Porque 45 años después, quizá Juan Carlos de Borbón se vea obligado a utilizar para regresar a España la peluca que hizo famosa el entonces secretario general del PCE, Santiago Carrillo, para poder entrar en nuestro país en 1976 sin ser descubierto. Un disfraz capilar que, dados los problemas políticos que Juan Carlos le sigue ocasionando a su hijo, puede ser el único medio para que el anterior jefe de Estado pase inadvertido al cruzar la frontera y pueda pisar tierra española antes de producirse otras circunstancias más dramáticas y, quizá, sin posibilidad de rectificación.
*Javier Castro-Villacañas es abogado y periodista. Autor del libro ‘El fracaso de la Monarquía’ (Planeta, 2013).
**Artículo publicado en el diario El Español el 26 de diciembre de 2020.
No he leído nada sobre los militares jubilados que querían matar a 26 millones de españoles, que ni de los que estaban en activo, siendo Felipe VI el jefe de las fuerzas armadas