El ministro de Justicia, D. Juan Carlos Campo, ha manifestado que su departamento planteará una revisión de los delitos relacionados con «excesos» en el ejercicio de la libertad de expresión para que sólo se castiguen conductas que supongan «claramente» la creación de un riesgo para el orden público o la provocación de algún tipo de conducta violenta con penas «disuasorias» —pero no con penas de prisión— privativas de libertad.
Esta vez, intentando conciliar la postura de quien quiere estar en la misa del poder y repicando por razones ideológicas por la inminente entrada en prisión del rapero Pablo Hasel, asistimos a una muestra esquizofrénica de la trinidad del poder único inseparado en la que el Gobierno legisla, ejecuta las leyes y además, tratándose del propio Ministerio de Justicia, adelanta la aplicación de éstas.
Si la independencia orgánica y presupuestaria de la Justicia son requisitos indispensables para su separación de los poderes políticos, la mera existencia de un Ministerio de Justicia o Consejerías Autonómicas con dicha competencia transferida resulta ontológicamente contraria a la democracia. El concepto de Administración de Justicia pasa de significar modo o manera de hacer cumplir el derecho a definir la organización burocrática dependiente del ejecutivo destinada al cumplimiento de los fines de quien la organiza, paga y dota presupuestariamente.
La simple existencia de un Ministerio de Justicia es incompatible con la independencia judicial. Si el Ministerio es quien paga y organiza materialmente la Justicia, ésta servirá a sus prebostes políticos. Y si el ministro del ramo es nombrado por un presidente del ejecutivo que a su vez es investido por la asamblea legislativa, cerramos el círculo vicioso de la inseparación.
El Estado de Autonomías, en que cada competencia transferida se convierte en mercadeo de pactos inconfesables y es pieza de caza mayor de los sacrificios del consenso, multiplica el problema en proporción al reparto de las distintas áreas que conforman la jurisdicción. Bajo la excusa de una administración más cercana se duplican los lazos de dependencia. Esa cercanía se convierte así en vigilancia aún más estrecha. No sólo se ata a la Justicia, sino que además se hace en corto con otro eslabón en la cadena de inseparación.
El Ministerio de Justicia y las Consejerías Autonómicas con competencia en la materia deben desaparecer como necesario paso para alcanzar la democracia en España. Sus atribuciones deben pasar a un verdadero órgano de gobierno de lo judicial elegido por todos los operadores jurídicos dotado de independencia económica, funcional y organizativa, que provea de medios y que determine tanto los destinos como la progresión en el escalafón judicial sin más interferencia externa que la ley aprobada por la Asamblea, el reglamento de desarrollo de tal legislación y la aprobación presupuestaria sobre la previsión de ingresos y gastos que elabore la propia Justicia para atender a sus necesidades. Y eso tiene un nombre, el que García-Trevijano le da en su magistral «Teoría pura de la república»: Consejo de Justicia.