Cuento de otoño (foto: mueredecine) La naturalidad de Rohmer En medio de las más profundas confidencias sigue habiendo restricciones, ya sea por delicadeza, falso pudor o mera piedad. No podemos desprendernos enteramente del miedo de descubrir en los otros o en nosotros mismos barrancos en los que precipitarnos o barrizales en los que enfangarnos; por otro lado, es muy difícil expresar con exactitud lo que se quiere decir, y a pesar de sentir la voluptuosidad de trasladar a alguien nuestras preocupaciones, la certeza de no ser comprendido del todo, hace que las uniones completas sean escasas. Los personajes de las películas de Eric Rohmer hablan profusamente, por lo común de trivialidades, y diciendo lo contrario de lo que piensan, pero detrás de esa pantalla de verbosidad reconocemos su fragilidad emotiva y su conmovedora proximidad.   Las vacaciones veraniegas, junto al mar, un lago o una montaña, propician en la obra de este director, la irrupción del amor y el desencadenamiento de sus tempestades sentimentales: Paulina en la playa, La coleccionista, Cuento de verano. Después del estío hay, para los que se han descubierto el uno en el otro, más posibilidades de no poder encontrarse durante largo tiempo que de gozar contemplándose e intercambiando miradas de amor. Cuando por fin, se produce el reencuentro, triunfa un feliz sentimiento de tranquilidad, que no es otra cosa que el apaciguamiento de un largo sufrimiento.   Desde sus inicios críticos, el autor de Mi noche con Maud describía el cine como arte del espacio. Pues bien, las calles, jardines, apartamentos, etc., son esenciales en su cinematografía, pero al mismo tiempo su presencia apenas se nota, armonizando de manera natural con las criaturas que los pueblan. Sin embargo, aunque tenga la tentación de serlo, el arte nunca puede ser verdaderamente realista, puesto que tendría que condenarse a una interminable descripción de una minuciosidad imposible. Delacroix lo expresaba así: “Para que el realismo no fuera una palabra vacía de sentido, sería preciso que todos los hombres tuviesen el mismo espíritu, la misma manera de concebir las cosas”. Sea cual sea su perspectiva, todo creador aporta una estilización. Y la puesta en escena de Rohmer es de una transparencia y espontaneidad incomparables, sin dar lugar, con su cámara invisible, a que se detecte el menor artificio técnico.

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