Cañón del río Lobos (Óscar) La mejor aflicción La cámara que registra el gran montaje va al contraplano y deja que nos veamos. Primero aparece una amalgama de gregarismo y complejo histórico, luego insultos perdidos. Mientras el gentío se deshace en los contornos individuales comienzan a reconocerse cánticos divertidos y parece aflorar cierto orgullo en las risas, algo empieza a ser sano. Entre las banderas y junio, miles de hermosas patriotas se han mojado el pelo en calimocho, han pintado sus mejillas y, a saltitos, hacen topar el recogido de la camiseta con el sujetador. Levantan vasos de plástico en una ofrenda a los ídolos; los gestos y las palabras caen por el sudor hasta llegar a ombligos limpios y bisuterados. Ahora, cuando termina la emisión, por fin se puede comprender a qué patria se refieren. Es acogedora. La necesidad de convertir las sucesivas ediciones de los acontecimientos deportivos en ofertas televisivas de apariencia novedosa no anula el esplendor de las emociones que producen las hazañas de sus protagonistas. Ver a millones de personas gritando ¡podemos!, ¡a por ellos! y ¡tiqui taca! desasosiega un poco, por qué negarlo, pero la autenticidad de su alegría sigue adelante en el río de euforia común. Aunque quienes han convertido la españolidad en algo discutible digan ahora que la selección de fútbol es el símbolo de la unidad; esta vez la patria no será la imagen vacía del nacionalismo, sino los hechos de los patriotas. Pero los unos y los otros, quienes prohíben todos los días nuestra ciudadanía y aquellos que viven de la publicidad conseguida gracias al tráfico de influencias, se refieren a nosotros como la afición. Y con toda la generosidad de sus corazones nos han nombrado la mejor. Los españoles somos la mejor afición del mundo. Incluso los deportistas, los ídolos que deberían soportar lo mejor posible el peso de tanta admiración, se contagian de la demagogia y adulan a los sin rostro. Si todo lo glorioso de una Nación se encuentra referido al estado de afición de las masas, las generaciones que la disfruten tendrán que aficionarse también a su efecto inmediato: el olvido.