Con esta pomposa expresión se define institucionalmente el papel de la oposición en el sistema parlamentario del Reino Unido. Una institución que garantiza tanto la crítica, réplica y fiscalización de las acciones del Gobierno, como su compromiso de servicio a la Corona, que encarna la Jefatura del Estado. Causa, ésta última, del prestigio del que goza y de que su acción política sea la expresión directa del mandato imperativo de sus electores. Así, resulta de similar importancia para este sistema político tanto la labor del Gobierno como la de la oposición.
En España, las vocerías de los diferentes bandos pretenden, con mala fe, homologar a todas las monarquías europeas con la monarquía parlamentaria británica —cosa disparatada— con el único fin de confundir y manipular a la población.
En la Unión Europea no existe sistema parlamentario alguno, solo monarquías de partidos o repúblicas de partidos. Las diferencias son notables entre lo que podríamos definir como un sistema político para el Reino Unido y un régimen político para los Estados de partidos. Trataré de establecer algunas, tomando como referencia el papel que desempeña la oposición entre estas dos formas de gobierno, ninguna de las cuales, por cierto, puede ser considerada como democrática. El sistema parlamentario cumple uno solo de los principios que requiere la democracia formal, que es la representación política del ciudadano. Pero incumple el de la separación de poderes. Los Estados de partidos incumplen estos dos preceptos fundamentales.
Si nos propusiéramos hacer una lectura en espejo del papel de la oposición entre el sistema y el régimen, comprobaríamos que, en el sistema parlamentario, la oposición se elige. Un parlamentario es elegido con su nombre y apellidos por el distrito electoral por el que se presenta, y solo es responsable ante sus electores de las decisiones que pudiera tomar. Por eso, no nos puede resultar extraño el hecho de que, en muchas ocasiones, los parlamentarios voten en contra de su propio partido, si tal o cual norma afecta negativamente a los intereses con los que se comprometió en su distrito. Así mismo, puede no pertenecer al partido del Gobierno y defender con éxito sus compromisos electorales. En el sistema parlamentario, los partidos políticos son civiles, no están dentro del Estado y todos sus diputados son oposición en potencia. Los candidatos que pierden las elecciones no obtienen ningún premio de consolación, se van para su casa.
En los regímenes de listas proporcionales, la oposición la integran los perdedores, los que perdieron las votaciones. Quedando como el resultado de simples descartes, que se utilizaron para confeccionar las listas y que gozaban de una posición en ella que les ha permitido acceder al escaño de la postración. Por lo que su única tarea es la del fiel sirviente que, respetando el voto de obediencia contraído con el jefe del partido, vota, se abstiene, toca las palmas o grita, según se lo ordenen. Es una oposición que no se opone a nada ni a nadie porque no puede hacerlo. Porque no tiene a quien representar, porque no han sido elegidos, los han puesto ahí. Sin representación del elector, es simplemente imposible la existencia de ninguna oposición y mucho menos pretender que ésta sea leal. Los diputados son única y exclusivamente delegados de sus correspondientes partidos, cuyos intereses defenderán utilizando la mentira sin ningún pudor para escarnio público, con la esperanza de un mejor posicionamiento en la futura confección de una nueva lista, de cara a la siguiente contienda votacional. Todos tienen el premio del confortable escaño, ganen o pierdan.
El poder ejecutivo, mediante el antidemocrático sistema proporcional, elimina la esencia, cambia la naturaleza y la razón de ser de la «leal oposición de Su Majestad» (expresión que no sin ironía utilizaba Luís Carandell en sus crónicas parlamentarias), mantiene secuestrado al mal llamado poder legislativo —digo mal llamado porque en España, por ejemplo, legislan los Gobiernos, y legislan según la conveniencia de sus partidos—. Para poder gobernar, se hace necesario controlar también al poder legislativo, que paradójicamente es quien, en una democracia formal, debería controlar al ejecutivo.
No existe parlamentarismo en los regímenes de partidos. Los intereses en juego son, en primer lugar, los intereses particulares de cada partido integrado en el Estado.
La oposición en la democracia formal es oposición de la nación frente al Estado que, convertida también en poder, actúa como contrapeso y control al poder ejecutivo, encarnado en el presidente de la república. Esta debe ser la verdadera naturaleza de la oposición.