Liv Ullman e Ingmar Bergman La huella de Bergman Si el mundo fuese claro no existirían personalidades artísticas que, como Ingmar Bergman, nos hablasen del rencor, la falsedad, la culpa, la incomprensión mutua, el deseo lacerante, el incesto, el suicidio, la muerte, y en suma, el sentido de la existencia. Si la fe en la inmortalidad resulta tan necesaria para el ser humano es porque se trata del estado normal de la humanidad, decía Dostoievsky, en cuyas obras encontramos, al igual que en las del director sueco, personajes que no pueden arrancarse el aguijón de la (in)existencia de Dios, ya que vocatus atque non vocatus deus aderit (llamado o no llamado, Dios estará presente). Ante la indiferencia y el silencio divinos, el suicidio supone el reconocimiento de la absurda costumbre de vivir o la ausencia de una razón profunda para ello, así como de la inutilidad del sufrimiento: Como en un espejo y Los comulgantes reflejan ese sentimiento trágico de la vida. Pero cuando a Cioran le preguntaban insistentemente por qué no se suicidaba, respondía que era demasiado perezoso para ello, y es que el humor es la cortesía de la desesperación, y hasta Bergman tuvo esa delicadeza regalándonos alguna que otra comedia (Esas mujeres, Sonrisas de una noche de verano). Fresas salvajes es una aguda y estremecedora visión acerca de la vejez, la fugacidad de la vida y la fragilidad de la existencia. En El séptimo sello Bergman da cuerpo a su obsesión por la muerte; y en El rostro y Persona reflexiona sobre los juegos de identidad, la frontera entre la verdad y la mentira, las máscaras y la representación permanente. Su pasión por la música clásica, y sobre todo por Mozart, está presente en la adaptación de La flauta mágica. Y El huevo de la serpiente es una perspicaz indagación del ascenso nazi. Otros grandes asuntos sobre los que este grandioso cineasta vuelve una y otra vez su mirada (hasta su última película Saraband) son la inestabilidad y degradación de la vida conyugal (La carcoma y Secretos de un matrimonio) y el odio entre padres e hijos (él mismo, siendo un niño, sufrió los castigos de su padre, un severo pastor protestante, recreado en Fanny y Alexander). Sin llegar al grado de cinismo de Chamfort “El amor sólo es el contacto de dos epidermis”, Bergman considera que los hombres son traicionados por su placer (cayendo en la promiscuidad), y que son demasiado débiles frente a la realidad, como para hacer el esfuerzo que requiere perseverar en la relación amorosa, únicamente por ella misma. En sus películas, las mujeres, que suelen luchar inútilmente con las almas muertas de sus parejas o maridos, tienden a ser comprensivas y a no ser comprendidas.