Yo también quedé obnubilado por el efecto placebo de la mal llamada democracia que sufrimos en estos días. Joven e influenciable, me dejé llevar por la propaganda estatal y por el defecto profesional de los conceptos normativos, hasta el punto de defender, como el que más, la necesidad del voto, cayendo en los devaneos juveniles de la plutocracia.
En aquella etapa de mi vida disfrutaba de las brillantes enseñanzas de mi admirado David Anisi —que Joan Robinson le tenga en su gloria— y sucumbí ante la esencia teórica de «un ciudadano un voto», en contraposición a la realidad efímera de «un dólar un voto».
Aquella retórica era música para mis oídos, que bailaban al son de lo normativo, de la teoría, de la inextricable consistencia de un régimen que me parecía democrático. Pero entonces maduré, y todo se me vino abajo. Me encontré con las reflexiones de García-Trevijano y comprendí que había vivido en un error, en un Matrix distópico de filamentos bacterianos construido para mantenernos a los ciudadanos ajenos a los factores reales en la toma de decisiones sobre nuestras vidas. «Los electores votan, pero no eligen», decía García-Trevijano. Y sobre ese hecho incontestable construí toda mi nueva realidad política.
Cada cierto tiempo nos convocan para mantener las apariencias, para fingir que estamos eligiendo a nuestros representantes, a pesar de que todo no es más que un gran espectáculo televisado con el único objetivo de mantener a la ciudadanía contenta y creyendo que participa en la toma de decisiones.
El sistema de partidos políticos actual provoca un efecto endogámico absolutamente corrosivo dado que aunque los electores depositamos nuestro voto en la urna no lo hacemos para elegir a nadie, simplemente nos decantamos por un partido político u otro, en función de que nos guste más o nos disguste menos. Sin embargo, los representantes resultantes de la elección han sido elegidos por el líder del partido, y es a él, y no a nosotros, a quien le deben obediencia.
Los conceptos de teoría democrática nos dicen que los representantes tienen que representar a los electores, pero con el sistema actual eso no se da. No disfrutamos de elecciones democráticas, sino de ratificaciones sobre la base de un castillo de naipes demagógico para asignar cuotas de poder que se reparten guardándose siempre algún as en la manga, cual trileros de baja estofa.
¿Cuál es ese as?
La capacidad para decidir en todos los cargos importantes de los diferentes poderes del Estado, inhabilitando cualquier intencionalidad por conseguir la utopía de la separación de poderes, algo de lo que hemos oído hablar, pero que nunca hemos podido ver por estos lares.
El poder se reparte, como si de una timba de tres al cuarto se tratara, mientras que los ciudadanos seguimos yendo tan felices a depositar nuestro voto en la urna, creyéndonos importantes. Pobres ignorantes…
¿Y los medios de comunicación?
Vivimos en un momento histórico de graves dificultades para los medios de comunicación. Un cambio de paradigma está condenando la libertad de prensa hacia el abismo del cierre o la alienación económica por unas migajas publicitarias, lo cual acaba por tergiversar la veracidad de lo que leemos, marcando un evidente sesgo ideológico, vacío de ideas. Sólo algunas aventuras caballerescas dan voz a discursos discordantes con la verdad establecida, pero sin el paraguas del poder terminan siendo apartados.
En definitiva, y parafraseando de nuevo a García-Trevijano, mal hacemos en «llamar democracia representativa a esta degenerada oligarquía estatal».