End of party (foto: Juliana Coutinho) La fiesta ha terminado Sólo hay objeto para la antropología allí donde el entorno social tiene unas dimensiones lo bastante reducidas como para que todos sus miembros se conozcan entre sí. En la sociedad moderna unas fuerzas vastas e impersonales se han convertido en una necesidad teórica: si antes predominaban los hombres y las pasiones individuales, ahora imperan las masas y las estructuras. Durante gran parte del periodo de posguerra, los socialistas europeos y los demócratas estadounidenses preconizaron cierto control de la economía nacional por parte del Estado: regulación del mercado y de las condiciones laborales, inversión en bienes públicos y redistribución de la renta nacional. Ahora, lo que prima, después de la impune especulación financiera, es una actitud defensiva y derrotista, mientras los Estados luchan y bracean en el proceloso océano de la economía internacional, con fuerzas que desbordan su capacidad de control. La movilidad del capital provoca la desindustrialización, y el empleo en el sector de servicios es inseguro, viéndose amenazado por la mano de obra barata en el resto del mundo. Francisco de Vitoria -cuya idea de la humanidad, concebida como una persona moral que agrupa a todos los Estados sobre la base del derecho natural, es uno de los fundamentos reconocidos del derecho internacional moderno- vindicó los derechos originales de las sociedades indígenas a sus tierras, pero daba dos razones para justificar una intervención armada de carácter humanitario: los sacrificios humanos y la predicación del Evangelio. Hoy en día, no existen instituciones internacionales capaces de proteger el empleo y las normas laborales en las viejas economías industriales ni tampoco, de manera simultánea, aumentar las rentas y la protección social en las economías emergentes. La regulación agraria de EE.UU. y la Unión Europea que se nos suele presentar como programas de ayuda a los pequeños agricultores europeos y norteamericanos, benefician fundamentalmente a las industrias agrícolas transnacionales y perjudican sobre todo, a los campesinos de los países más débiles. Sombart estimaba que o bien se considera que el principal valor de la vida está constituido por el interés económico o bien por el interés erótico. O se vive para la economía, ahorrando, o para el amor, gastando. El consumidor compulsivo tiene rasgos de temperamento infantiles, como al niño, le gusta lo mensurablemente concreto, la rapidez en los movimientos, la novedad por sí misma y el sentimiento de fuerza que confiere la posesión de objetos. Pero ha llegado la hora de una severa disciplina, de los sacrificios laborales, y de la predicación de la economía políticamente correcta. Los que promovieron este desbarajuste han de seguir siendo recompensados mientras que los que aceptaron regalos crediticios que estaban por encima de sus posibilidades deben afrontar las consecuencias de su irresponsabilidad.