Ante el fenómeno de la inmigración masiva, desde el poder político se impuso una visión idealizada, irreal y, por encima de todo, infantil. Se trataba de un relato oficial según el cual las políticas públicas y los buenos sentimientos obrarían el milagro de una integración prácticamente perfecta.
En 1973, Jean Raspail escribía El desembarco, cuyo título original en francés, Le Camp des Saints, es una referencia al libro bíblico de Revelación. De hecho, la primera cita que aparece antes del prefacio es el canto XX:
“Se acaba la era de los mil años. Ya salen las naciones que están en los cuatro lados de la tierra y que abundan tanto como la arena de los mares. Partirán en expedición por la superficie de la tierra, ocuparán el Campamento de los Santos y la muy amada Ciudad.”
La acción de ‘El desembarco’ se situaba en un futuro indeterminado y su argumento era la toma de Occidente por una inmigración en masa y pacífica
La acción de El desembarco se situaba en un futuro indeterminado y su argumento era la toma de Occidente por una inmigración en masa y pacífica procedente del tercer mundo. Así, a través del recurso de la ficción, Raspail colocaba en el punto de mira la inmigración masiva y sus consecuencias… y lo hacía en 1973; es decir, hace más de 40 años. Pese a todo, el libro no habría tenido mayor relevancia si no fuera porque en 2011 regresó a las librerías para convertirse en un éxito de ventas.
Un falso pluralismo
En realidad, desde que publicó El desembarco, todo lo que escribe y dice Jean Raspail es escrutado con un celo extraordinario. De hecho, es calificado de “católico tradicional”, lo que en estos tiempos modernos le convierte en un tipo bastante sospechoso. Sin embargo, cabría preguntarse cuántos clases de católicos ha de haber para satisfacer a los amantes de las gradaciones peligrosas. Porque, como explicaba Magris, ser católico, calvinista, budista, sintoísta,… no es algo facultativo: o se es o no se es. No existe pues el “católico tradicional”, tampoco el “ultracatólico”, menos aún el “medio católico”.
Establecer grados, no solo para determinadas religiones sino para otras muchas cosas, tiene como fin disuadir a las personas de defender según qué convicciones con exceso de celo y, llegado el caso, etiquetar de forma negativa a quien, lejos de disimular, se expresa libremente. Un proceder que en una Europa pretendidamente plural no deja de resultar paradójico. Desgraciadamente, hace tiempo que en este viejo continente el “biempensar” sustituyó al pensamiento; y el prejuicio, al razonamiento.
Raspail fue demasiado lejos cuando en 2004 escribió en Le Figaro un artículo titulado ‘La patria traicionada por la República’
Para colmo, Raspail fue demasiado lejos cuando en 2004 escribió en Le Figaro un artículo titulado La patria traicionada por la República, en el que criticaba sin miramientos la política de inmigración francesa. Este artículo le supuso una demanda por parte de la International League against Racism and Anti-Semitismue, donde se le acusaba de “Incitación al odio”. Aunque los tribunales le exoneraron, Raspail quedó definitivamente marcado. Que fuera católico y describiera, en una novela, la inmigración masiva como un problema sin solución, ya eran motivos más que suficientes para que los mecanismos de exclusión, presentes no solo en Francia sino en toda Europa, se activaran. Pero criticar abiertamente en un diario de gran difusión la política migratoria del Estado francés, fue el suicidio.
Cuando decir lo obvio es delito
Sin embargo, cabe preguntarse qué terribles eran en realidad los delitos cometidos por Raspail. Así, en el prefacio a la edición de 1985, leeremos a propósito de la inmigración masiva lo siguiente: “¿Qué hacer, puesto que nadie puede renunciar a su dignidad de hombre a costa de consentir el racismo? ¿Qué hacer, puesto que, al mismo tiempo, cualquier hombre —y cualquier nación— tiene el derecho sagrado de preservar sus diferencias y su identidad en nombre de su futuro y de su pasado?”
Resulta evidente que su delito no es ni mucho menos odiar sino plantear un dilema incómodo pero absolutamente pertinente. De hecho, El desembarco no es un relato maniqueo, no hay en él una división entre buenos y malos, mucho menos incitación al odio: simplemente coloca al lector europeo frente a un dilema del que, más allá de sentimentalismos y políticas falsamente milagrosas, debía tomar conciencia. En definitiva, Raspail señala lo obvio: para la inmigración masiva no hay soluciones, y sus consecuencias, más allá de los análisis meramente economicistas, no son inocuas.
Durante demasiado tiempo, políticos e intelectuales han trasladado a la sociedad la idea de que la inmigración era intrínsecamente “buena”… en términos económicos. Y hasta ahí se podía discutir
Sin embargo, en Europa decir lo que es evidente lleva prohibido décadas. Durante demasiado tiempo, políticos e intelectuales han trasladado a la sociedad la idea de que la inmigración era intrínsecamente “buena”… en términos económicos. Y hasta ahí se podía discutir. Pero la discusión no podía limitarse a discernir entre beneficios o perjuicios materiales, debía prepararnos para la realidad: la transformación profunda y radical que el fenómeno de la inmigración masiva supondría para Francia y para Europa. Un proceso de esta magnitud tendría por fuerza aspectos negativos que no debían ser ignorados. Pero esta parte se hurtó a la sociedad para entregarla en bandeja de plata a los populistas. Y de aquellos polvos…
Infantilismo de Estado
Ante el fenómeno de la inmigración masiva, desde el poder político se impuso una visión idealizada, irreal y, por encima de todo, infantil, que además era extraordinariamente reactiva y violenta ante la menor critica. Se trataba de un relato oficial según el cual las políticas públicas y los buenos sentimientos obrarían el milagro de la asimilación, de una integración prácticamente perfecta. Sobre este absurdo guion se instauró el multiculturalismo como dogma. Y el debate no solo se volvió imposible, sino que quienes se suponía más sensatos y racionales, pasaron de puntillas sobre él por temor a ser señalados. Así, los problemas quedaron envueltos en un manto de silencio, como una bomba de relojería que tarde o temprano terminaría explotando.
Ahora, cumplidos 60 años de la firma del Tratado de Roma, y transcurridos más de 40 desde que se publicara El desembarco, se apela al europeismo –lo que quiera que hoy en día signifique– para neutralizar la corriente nacional-populista. Y se acusa a Donald Trump de pretender la ruptura de la Unión Europea, para mediante el recurso del enemigo externo contrarrestar el creciente escepticismo. Lamentablemente, lo que hay detrás de estas soflamas es un voluntarismo vacuo, lleno de lugares comunes y verdades mutiladas; unas veces encarnado por un falso libertarismo (generalmente de derechas), que más que en la equidistancia se sitúa en la inopia; otras representado por un progresismo transnacional al que todo le parece estupendo siempre y cuando se salga con la suya. El caso es que el oscurantismo permanece y el infantilismo se exacerba.
No se puede construir, y menos aún preservar, no ya un continente, sino siquiera una simple comunidad y un puñado de principios cuando se impide que las personas maduren
No se puede construir, y menos aún preservar, no ya un continente, sino siquiera una simple comunidad y un puñado de principios cuando se impide que las personas maduren. El mundo no es bello ni bueno; muy al contrario, es increíblemente imperfecto, generalmente inasequible a la razón y, en muchas ocasiones, pavoroso. Y no va a cambiar por más que los europeos cerremos los ojos y lo deseemos con todas nuestras fuerzas. Tampoco lo hará, y a las pruebas me remito, con la aplicación de políticas públicas a discreción. Sucede que, en ocasiones, la vida nos coloca frente a disyuntivas endiabladas, situaciones para las que no hay, en un sentido u otro, soluciones, ni siquiera la opción del mal menor. Solo podemos escoger un camino… y asumir las consecuencias de esa decisión. Pero para hacerlo hace falta una entereza de la que los europeos hace tiempo que carecen. Por eso, para Raspail, todo no es más que una ficción emocional, una tempestad irresponsable que nos arrastrará sin solución.
Es muy probable que Europa frene al nacional-populismo, y que, en los Estados Unidos, Donald Trump desaparezca de la misma manera en que irrumpió en la escena política, es decir, con estrépito. Sin embargo, nuestro drama es que Europa, tal y como la conocemos, está desapareciendo. Que esta transformación del viejo continente en algo distinto sea para bien o para mal, lo dirá el tiempo. Entretanto, podemos solazarnos con discursos tan grandilocuentes como infantiles.