Con el pretexto de la crisis sucesoria del Partido Popular, arrecia en los medios de comunicación el debate en torno a la “democratización del funcionamiento de los partidos políticos”. Discusión que no tiene más pretensión que ocultar un debate mucho más urgente y necesario, es decir, la democratización de la estructura misma de los poderes del Estado; en suma, su división y el necesario control y contrapeso entre ellos, que el parlamentarismo no puede garantizar. Pues no hay teoría, por ingeniosa que sea, que pueda soslayar, si no es con sofismas ad-hoc, la evidencia de que el Poder Legislativo, en un régimen parlamentario con reparto proporcional de escaños y listas cerradas y bloqueadas, queda, en la práctica, anulado, en el acto mismo de constitución y refrendo del Poder Ejecutivo. La moderna doctrina constitucionalista ha designando este modelo con la expresión “parlamentarismo frenado” (ver Oscar Alzaga, “Derecho Político Español”). Pero ni siquiera el parlamento ostenta el poder, y por lo tanto ni siquiera con propiedad este sistema puede definirse como parlamentario. Son las ejecutivas de los partidos políticos las soberanas, las que toman decisiones con procedimientos que escapan por completo al control de los electores y vulneran toda noción de representatividad: la “disciplina de voto” parlamentaria cierra el círculo del descontrol. Una asociación voluntaria, como lo es un partido político, no puede apropiarse de la única asociación obligatoria del poder que es el Estado, sin destruir los cimientos mismos de la democracia. Los partidos políticos son condición sine qua non para la expresión, en la sociedad política, de la división ideológica de la sociedad civil; pero el Estado debe ser protegido de ellos a fin de que ésta pueda defenderse, precisamente, de la tendencia natural del poder a la expansión y al descontrol. El Poder Legislativo traiciona su función cuando renuncia a sus facultades de control sobre el Poder Ejecutivo a cambio de su cuota de participación en éste. Y unas organizaciones cuyo axioma es la disciplina difícilmente serán democratizadas. Por el contrario, el ejercicio del poder sí puede y debe ser democratizado. Y ello pasa por sacar a los partidos políticos del Estado. El “debate de ideas” que algún prócer del Partido Popular ha exigido ¿tiene en cuenta estas consideraciones? ¿O nuevamente nos encontramos ante un cambio de vestidos que no supone un cambio de señores? Sra. Aguirre y Sr. Zapatero (foto:lademocracia.es)